Quiero arreglar mi relación con la comida

Después de toda una vida de luchar con problemas alimenticios, todavía tengo que descubrir cómo aceptar mi cuerpo y con qué alimentarlo.

Es tarde en una noche de invierno y estoy de pie frente a la cocina de gas calentando una cuchara de metal. Sostengo el mango con firmeza entre los dedos y la giro con cuidado sobre las llamas azules mientras comienza a derretirse el trozo amarillo pálido de mantequilla de bajas calorías marca Smart Balance que se encuentra dentro. Las mangas de mi suéter, que es demasiado grande, rozan la mitad de las palmas de mis manos, y, mientras quito despacio la cuchara, piso el dobladillo de mis pantalones de ejercicio sueltos. Una gota pequeña del líquido caliente me salpica los dedos de los pies cuando vierto el contenido en un bol blanco y liso lleno de azúcar. Agrego harina, un poco de leche, unas gotas de esencia de vainilla y un puñado de chispas de chocolate. Mezclo. Pruebo.

Llevo el bol al sillón, lo apoyo en forma precaria sobre el borde y me recuesto. Mientras quito salpicaduras de azúcar extraviadas de la tela de terciopelo gris oscuro con los dedos, el reality show de moda Amas de casa desesperadas empieza a resonar en la televisión. Pasaron casi tres años desde que un terapeuta me dijo que tengo un problema alimenticio. Sin embargo, después de un entrenador personal, más de dos años de terapia, tres purgas con jugo, cuatro membresías de gimnasios, 10 kg perdidos, 15 kg recuperados y miles de dólares gastados en verduras saludables y utensilios de cocina de alta calidad, tengo 24 años y pasaré otra noche, como muchas noches anteriores, sola en mi apartamento y comeré un bol de masa para galletas mediocre que preparé a último minuto a las 11 de la noche. Y me odio por eso.

Tuve sobrepeso (o estuve al borde de tenerlo) casi toda mi vida, al menos, desde que mi familia se mudó a Estados Unidos cuando yo tenía cuatro. De niña, solía pelearme con mi mamá, que es húngara, por cuánto yo comía en la cena. Apoyaba los codos sobre la mesa gastada del comedor y miraba cómo le servía a mi padre un cucharón de arroz tras otro en el plato con sus manos pequeñas y pálidas sobre mi cabeza. "NO ES JUSTO, A PAPÁ LE TOCÓ LA PORCIÓN MÁS GRANDE", protestaba cuando me servía la mía, sin poder entender por qué un hombre nigeriano de 1,78 m de altura que pesaba más de 90 kg necesitaría comer más que yo. Siempre repetía una vez, y no era poco común que repitiera una segunda.

Crecí en un vecindario blanco y adinerado en Lubbock, Texas, donde era la única "Anita" en un mar de niñas llamadas "Amanda", "Brittany" y "Tiffany". Mis padres eran de grupos étnicos diferentes, y yo era morena y regordeta, con una gran bola de cabello atada en forma prolija en medio de la cabeza. Los niños le decían "malvavisco quemado" y "tumor". Me sentía aislada y excluida: a partir de la secundaria, cuando mis padres me dejaron empezar a volver a casa caminando sola (era enfrente), comencé a usar la comida como un mecanismo para afrontar lo que me sucedía. Pasaba dos horas a solas hasta que mi mamá salía del trabajo. Mis mejores amigas tenían "novios", del tipo que tienen los preadolescentes del suburbano: notitas, peluches, citas en la pista en la noche de patinaje de la escuela. A mí, todos los días me esperaban cuatro litros de helado con chips de chocolate Edy's en el congelador.

Con el tiempo, mi mamá se dio cuenta de que yo traía comida a casa a escondidas y comenzó a ocultar los dulces en la cocina con la esperanza de contener mi constante aumento de peso. Pero yo me convertí en experta en trepar mesadas, calcular cuánto podía comer antes de que se diera cuenta y enterrar envoltorios en el fondo de la basura. A menudo, tiraba los almuerzos equilibrados y nutritivos que me daba, como arrollados de masa integral y emparedados, frutas, verduras, huevos duros, y los reemplazaba por pizza y papas fritas. "Hoy comiste tu almuerzo, ¿no?", me preguntaba con cuidado y esperaba el "sí" que las dos sabíamos que era mentira. Tenía el cuidado de no considerar mi peso como medida para valorar mi persona, sino que me recordaba todo el tiempo que lo que hacía no era saludable. Si miro hacia atrás, no puedo culparla, pero, en el momento, me sentí traicionada. Aunque en ese entonces no podía expresarlo con palabras, quitarme esos alimentos era como sacarme lo único que me hacía sentir que no estaba sola. Ya era la muchacha negra y regordeta; no quería ser la muchacha negra y regordeta que hacía dieta.

A medida que crecí, me enorgullecía de ser buena. Trabajaba como voluntaria. Tenía muy buenas notas. No tomaba alcohol, no tenía sexo ni consumía drogas. Pero sí comía.

Lo que había comenzado como una forma de enterrar mis inseguridades se transformó en una forma de automedicarme por una enorme depresión y ansiedad. La comida era mi alivio y mi secreto. Cuando entré en la secundaria en Arkansas, en la región central de Estados Unidos, adonde nos mudamos cuando tenía 14, solía pasar por el restaurante chino local y comía rangún de cangrejo (una especie de masa frita rellena de cangrejo) sola en mi automóvil en el estacionamiento de un centro comercial abandonado. Abrumada por una larga lista de actividades extracurriculares que esperaba que me hicieran entrar en la "universidad correcta" (consejo estudiantil, equipo de animadoras, teatro, la sociedad honoraria National Honor Society, la organización de actividades para la comunidad Key Club, jazz, tap, ballet), comía hasta estar demasiado llena para preocuparme. Cuando obtuve un papel en el musical de mi clase de último año, corrí a mi auto tan pronto sonó el timbre y conduje por la autopista a toda velocidad hasta Sonic para comprar Cinnasnacks (son como bollos de canela en miniatura, pero más asquerosos) y una gaseosa de lima y cereza en la media hora que tenía antes del primer ensayo. Me di cuenta de que lo que sucedía no era normal cuando pensaba más en lo que comería al llegar a las casas de mis amigos que en el tiempo que pasaría con ellos.

En ese momento, intenté descubrir qué me sucedía de la misma forma en que intentaba encontrar soluciones a todos mis problemas como adolescente: en las revistas. Pero artículo tras artículo, solo pude ver imágenes de muchachas blancas delgadas con las que yo no parecía tener nada en común. Era obvio que no era anoréxica. Nunca pude vomitar después de comer (Dios sabe que lo intenté), así que la bulimia estaba descartada. Y si bien mis hábitos sin duda coincidían con las comilonas, que no fueron reconocidas como un trastorno en sí hasta 2013, nunca sentí que comía lo suficiente como para estar incluida en ese grupo. Tendía a comprar muchas cosas por impulso, darles unos mordiscos y, luego, tirarlas. Una vez leí en algún lado que Lindsay Lohan vertía agua sobre la comida cuando estaba llena para dejar de comer. Paso seguido, vi cómo varios envases de helado a medio comer caían por el drenaje.

Soñaba con que ir a la universidad perfecta para mí, de alguna forma, me librara de mi falta de autoestima y, con eso, de mis hábitos alimenticios. En cambio, durante gran parte de mi primer y segundo año en Brown, me sentí una farsante que, para aprovechar al máximo el plan de comidas ilimitado, llenaba recipientes de comida para llevar y los comía sola en el cuarto de la residencia de estudiantes.

Con el tiempo, comencé a consultar a un terapeuta que me diagnosticó distimia (una forma de depresión crónica y de bajo grado) y trastorno de ansiedad generalizada. También comencé a ejercitarme con un entrenador personal. Cuando llegué al último año, mi cuerpo perdió peso hasta por fin ajustarse a mi complexión de 1,58 m. En clase, hablaba como si lo que decía en realidad importaba. En lugar de meditar sola y dudar, abrí mi corazón a mis amigos y socialicé. Me fui a Florida de vacaciones de primavera y me tomé fotografías en biquini por primera vez en mi vida. Sentí que tenía mi vida bajo control como nunca antes lo había imaginado. Por fin, era feliz.

Pero, a pesar de mi avance, había un obstáculo que seguía poniéndome ansiosa: encontrar un empleo. Como aspirante a periodista, había tachado todos los ítems de la lista: cursos de escritura, escribir y editar para publicaciones del campus, tres pasantías. Pero el rechazo me aterraba. Entonces, en vez de eso, me uní a la organización Teach for America, que busca profesionales destacados para que enseñen a niños de comunidades de menores ingresos, después de graduarme en 2012 y lo racionalicé como una experiencia necesaria para, algún día, escribir sobre problemas de justicia social. Después de unos meses como maestra de tercer grado en una escuela subvencionada al norte de Providence (capital del estado de Rhode Island, en el noreste de Estados Unidos), me sentía miserable. Inexperta y sin la preparación necesaria para manejar las necesidades de mis estudiantes, comencé a fluctuar entre almorzar o cenar tarros de comida para bebé y devorar envases de comida china, y, con rapidez, recuperé el peso que había perdido.

Entonces, busqué a otra terapeuta especializada en peso y problemas corporales.

"El único motivo por el que te sentiste feliz durante el último año de universidad es porque estabas muy delgada", me dijo en una de nuestras primeras sesiones. Entonces, me enteré del nombre que tenía el trastorno contra el que había luchado toda mi vida: alimentación desordenada. En mi caso, era tan crónico que podía considerarse en forma periódica un trastorno alimenticio hecho y derecho, si bien no especificado (la diferencia entre los dos conceptos es la frecuencia y la gravedad de los patrones). Mi terapeuta me convenció de reconocer que toda mi identidad y autoestima parecían depender de lo que había en mi plato en un momento dado. Señaló que, incluso cuando me sentía mejor, consumía menos calorías de las que debía, consideraba que un par de docenas de espárragos o un par de huevos eran cenas adecuadas, a pesar de que en esa época corría 5 km con regularidad. En lugar de estar más saludable durante la universidad, había ido de un extremo al otro. Ahora, de nuevo, iba y venía entre los dos estados.

Sin embargo, si bien estaba agradecida de tener una comprensión más concreta de lo que me sucedía, rechacé su teoría. Pensé que, después de todo, ese año habían cambiado muchas más cosas que solo mi peso y mi dieta. El problema verdadero era mi trabajo. El problema verdadero era Rhode Island. Así que renuncié y me fui. Y como una película mala que se repite, luego de algunos meses en Nueva York, de nuevo tomaba jugos para purgarme y comía comida comprada en forma compulsiva, y tenía un empleo en una revista de modas en el que agradecía tener un cubículo para que nadie pudiera verme devorar comida caliente de los delis más elegantes del centro de la ciudad. Después de medio año, por un montón de razones, renuncié a ese empleo y "disfruté" de mi tiempo de desempleo mientras me obsesionaba con encontrar otro trabajo, miraba la serie Breaking Bad de principio a fin y pedía comida por Internet a medianoche.

Pausar. Reproducir. Rebobinar. Repetir.

Casi dos años después de mi llegada a Nueva York, en líneas generales, mi vida comenzó a estabilizarse. Ya no vivo en el apartamento claustrofóbico que compartía con compañeros cuando llegué a la ciudad, sino que me mudé a un departamento propio y tengo trabajo y un novio al que amo. Cocino más y, en general, como mucho mejor. A menudo, comparto las comidas que más me enorgullece haber preparado en Instagram.

Pero hace dos fines de semana, visité a mis padres en Arkansas y no salió bien: mi novio y yo nos peleamos, cambiaron los vuelos por el mal clima. Estaba agotada y, gran parte de mi escala en el aeropuerto en el viaje de regreso a Nueva York, me torturé para definir qué comer. Solo quería hundirme en un combo de comida china de King Wah Express, pero al final me decidí por una ensalada razonable del lugar de ensaladas razonables ("verdes y más… ", "tierra fresca… "). El salmón enlatado estaba demasiado pálido, el aderezo se parecía a algo salido de una botella marca Kraft, y yo estaba demasiado consciente de que era la mujer con sobrepeso que comía una ensalada. La dejé a un lado y tomé la billetera. Después de otra vuelta por el patio de comidas, me encontraba de nuevo frente a King Wah Express.

"¿Cuánto sale solo una guarnición de fideos lo mein?", le pregunté a la mujer que estaba detrás del mostrador.

"$4,99".

No era mucho, pero estaba frustrada porque ya había gastado $13 en algo que terminaría en la basura. Cambié de idea.

"Dos porciones de rangún de cangrejo, por favor".

Volví a sentarme y los comí como suelo hacerlo: primero las esquinas crocantes y, luego, el medio suave y blando con el relleno. Mientras los condimentaba con gotas de salsa de pato de paquetitos individuales y me limpiaba la grasa de los dedos, me pregunté, como tantas veces antes, si mis hábitos alimenticios cambiarán alguna día en forma sostenible. Me subí las calzas por la cintura, consciente de los hilos que ya comenzaban a descoserse en las costuras a la altura de los muslos y de que las había comprado hacía solo un poco más de un mes. Empacar para este viaje fue fácil: nunca estuve tan gorda, y la mayoría de la ropa no me cabe.

La última vez que comí rangún de cangrejo fue en 2013, y todavía vivía en Rhode Island. Como no había ido al gimnasio que estaba frente a mi apartamento, contraté una membresía en un gimnasio económico en una ciudad pequeña a 10 minutos de distancia porque, de alguna forma, parecía que eso me iba a motivar más que un edificio que podía ver, en forma literal, desde la ventana de mi habitación. Puedo contar la cantidad de veces que fui a ese gimnasio con dos manos y no tengo muchos recuerdos de eso, pero sí recuerdo el bufet chino que estaba en el centro comercial de al lado. Fui dos veces: una vez para comer adentro en un reservado de cuero artificial cerca de una pareja y sus niños molestos, y la otra para comprar comida y comerla en una silla roja de plástico en mi cocina.

"Maldita sea, no puedo creer que me suceda esto. De nuevo", pensé mientras levantaba las migas de la mesa del aeropuerto con el pulgar.

Pero eso fue hace dos semanas.

Me di cuenta de que como de la misma forma en que presiono el botón para postergar la alarma todas las mañanas: "Solo un poquito más". Me siento cansada cuando debería sentirme revitalizada. Me siento tan vacía, a pesar de estar tan llena. La comida todavía es lo primero en lo que pienso cuando me despierto y lo último en lo que pienso antes de irme a la cama. Gran parte del tiempo, todavía intento ocultar cuánto como en realidad. Después de nueve meses en mi propio hogar, todavía no compré un microondas porque espero que el hecho de no tener una forma tan fácil de calentar alimentos evite que coma hasta llegar a estar fuera de control. También tengo que encontrar un terapeuta en la ciudad, una tarea que comencé casi todas las semanas desde que me mudé aquí y que me abruma por completo. Sin embargo, por fin, comienzo a reconocer de a poco que mi alimentación desordenada, si bien está entrelazada de forma intrincada a otras cuestiones, no solo es un síntoma, sino también fuente de mi infelicidad.

Y ahora intento una rutina nueva. Hoy fue el cuarto día en que comencé la mañana acurrucada en el sillón mientras bebía una taza de té antes de abrir el refrigerador. Antes de salir, empaco mi almuerzo: una porción apropiada de "pad thai" (una comida tailandesa hecha con espaguetis, calabacín y camarones que disfruté de preparar al principio de la semana) y arándanos, todo en un envase de plástico verde azulado con manijas graciosas. Cuando lo llevo en el subte a la oficina, me siento tan avergonzada como eufórica. Estoy consciente de lo que mis colegas puedan pensar de la enorme diferencia con el banquete de innumerables refrigerios constantes que he cargado hasta mi escritorio, pero sé que, cuando termine lo que tiene adentro, de algún modo, me sentiré mejor. Esta vez, no lo tiraré a la basura.

Este post fue traducido del inglés por Florencia Kievsky.

Recursos

Si tú o alguien que conoces necesita ayuda en la lucha con un trastorno alimenticio, debajo te brindamos información sobre algunas organizaciones que tienen personal capacitado disponible por teléfono:

Línea de ayuda de la National Association of Anorexia Nervosa and Associated Disorders: 1-630-577-1330

Línea de ayuda de la Binge Eating Disorder Association: 1-855-855-BEDA

Línea de ayuda de la National Eating Disorder Association: 1-800-931-2237

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