La vida de uno de los sicarios más sangrientos en Estados Unidos

    “La verdadera maldad tiene un rostro que conoces y una voz en la que confías”.

    BuzzFeed News

    “Mire, José”, dijo el policía al abuelo amistoso del otro lado del escritorio. “Lo cierto es que lo acusan de homicidio”.

    Tim McWhorter, el investigador en jefe de la oficina del sheriff del condado agrícola de Lawrence, Alabama, tentaba su suerte. Casi no tenía evidencias para relacionar a José Manuel Martínez — hombre tranquilo y risueño que pasó los últimos meses jugando al fútbol y a las charadas con sus nietos — con el cuerpo ensangrentado de un jóven en medio de un campo de heno.

    Sin embargo, Martínez pareció tomar una decisión. “Me han tratado con respeto, y lo aprecio mucho”, dijo. “¿Quieren que les cuente la verdad?”

    McWhorter asentió.

    “Sí, maté a ese hijo de puta”. Los ojos de Martínez, según McWhorter muy cálidos hasta ese momento, se volvieron negros y fríos. “Habló muy mal de mi hija. Yo defiendo a mi familia. No dejo que nadie hable de mi familia”.

    Mientras McWhorter intentaba comprender lo que acababa de escuchar, Martínez hizo una revelación aún mayor: “En toda mi vida maté a más de 35 hombres”.

    Martínez, que nació y vivió la mayor parte de su vida en California, dijo que durante treinta años trabajó como asesino a sueldo, recolectando deudas y matando personas en todo Estados Unidos. La policía dijo que trabajó a menudo con carteles de narcotraficantes Mexicanos, aunque en algunos casos también mató gente que le molestaba. Martínez rehusó hablar del narcotráfico y para quienes trabajó. Pero estuvo más que dispuesto a hablar sobre cadáveres. Y sobre su habilidad para matar. Según él, lo llamaban El Mano Negra.

    Los muertos eran jóvenes, viejos, narcotraficantes, granjeros, padres y esposos. Siempre varones. Estaban dispersos por 12 estados, aunque su área de matanza principal era el condado de Tulare, la zona del valle central de California donde Martínez nació y se crió, un lugar con poca población, grandes campos verdes y pueblos de granjeros bañados por el sol.

    “¿Quieren saber quién los mató a todos?” preguntó en un momento. “Fuí yo. Yo los maté”.

    Según él, lo merecían: además de lo que sea que hayan hecho, afirmó que varios abusaron a mujeres y niños.

    Con un profesionalismo letal, Martínez ponía un signo de detención falso o un puesto de venta de miel al costado de la ruta que atraía hombres a lugares solitarios. Luego los mataba, generalmente de un disparo en la cabeza. Recogía su dinero y volvía a su vida tranquila, llevaba a sus hijos a Disneylandia y a otras aventuras. “Los buenos padres llevan a acampar a sus hijos”, declaró ante la policía.

    Martínez dijo que fue por su familia que días atrás eligió dejar la seguridad de una hermosa playa en el Mar de Cortez, donde descansaba con una Corona fría y una mujer joven y hermosa. Se enteró que la policía pretendía interrogar a una de sus amadas nietas sobre el cadáver en el campo de heno, y no pudo soportarlo. “Mi familia no tiene que pagar por las estupideces que hice en mi vida”, insistió.

    Su historia parecía fantástica, pero instó a McWhorter a que haga sus averiguaciones. Martínez resultó haber sido sospechoso en muchos casos de asesinato, aunque nunca se presentaron cargos. Luego de meses de investigar junto a oficiales de al menos tres estados, consultar los mapas dibujados por Martínez donde indicaba la ubicación de los cuerpos, de asombrarse que recordara el número y calibre de cada bala que disparó, el ángulo y paradero de cada víctima — los detectives de policía de todo el país decidieron que era cierto.

    “Dios mío”, dijo McWhorter. “Atrapamos a un hombre maligno”.

    Era un final anunciado. Martínez afirma que se salió con la suya durante décadas porque es “demasiado bueno” matando, y porque muchos oficiales de policía son “muy estúpidos”.

    La policía del valle central dice que no pudieron atrapar a Martínez porque es un sociópata inteligente y despiadado, que se deshizo de víctimas con las que no tenía conexión y casi sin testigos ni evidencia. Kavin Brewer, detective de homicidios del condado de Kern, California, se refiere a él como “el mejor que conocí en mis 35 años en la fuerza”.

    Algunas personas de los pequeños pueblos de California donde Martínez vivió y cometió tantos asesinatos, ofrecieron una explicación adicional: La vida aquí es barata, la gente que Martínez asesinó y las comunidades de las que venían, de poblaciones pasajeras o empobrecidas, muchas veces de granjeros indocumentados, no cuentan. Las drogas y el dinero pasan a través de esta parte de California en ráfagas constantes y violentas, sin embargo muchos pueblos ni siquiera tienen estaciones de policía. Las pocas patrullas que pasan no se molesta en estrechar lazos con las comunidades.

    El hecho de que haya matado a tantas personas durante tanto tiempo sugiere una oscura realidad sobre la ley en los Estados Unidos: si matas a las personas indicadas — en este caso, granjeros y narcotraficantes, pocos de los cuales tendrían a alguien que los busque — puede que descubras que no habrá nadie que te lo impida.

    PARTE 1: “LA VERDADERA MALDAD TIENE UN ROSTRO QUE CONOCES Y UNA VOZ EN LA QUE CONFÍAS”

    Martínez se declaró culpable por el asesinato del campo de heno en Alabama. Luego dijo ser el responsable de otros nueve asesinatos en California, por los cuales fue sentenciado a varias cadenas perpetuas. Hoy cumple su condena en Ocala, Florida, mientras espera un nuevo juicio por el asesinato de dos constructores a quienes engañó con promesas de trabajo. Los fiscales resolvieron que valía la pena llevarlo a juicio en el estado de Florida porque, según declaró uno de ellos, creen que pueden conseguir la pena de muerte. El juicio a Martínez comenzará el año próximo, y él espera ser ejecutado. “No me asusta”, dijo. “Hace mucho tiempo que debería estar muerto. Mucho, mucho tiempo”.

    Mientras espera su día en la corte Martínez, de rostro redondeado, amigable y risueño, se comporta de modo cortés y atento. Escucha a cada persona cuando habla, asiente y ríe en el momento indicado. Inclusive — comentaron varios policías con cierta apreciación — es gracioso, astuto, un observador irónico del mundo que lo rodea.

    En su celda escribe a sus amadas nietas y otros miembros de su familia, a quienes aconseja y llena de elogios. También escribió su autobiografía dos veces. Incluso sugirió títulos para este artículo en una carta enviada durante el verano: “La verdadera maldad tiene un rostro que conoces y una voz en la que confías. El Mano Negra”. También confesó que me investigó a mí y a mis editores, y hasta consiguió una foto nuestra que conserva en su celda.

    Lee casi todo lo que llega a sus manos, incluídos libros sobre crimen y novelas románticas de Danielle Steel. También escribe cartas de amor, como una misiva de dos páginas dedicada a Melania Trump. “No me importa si presentan cargos federales por amar a una mujer”, explicó. “Soy muy, muy bueno haciendo cartas de amor. Realmente muy bueno”.

    En ocasiones parece desesperado. “Recuerdo cuando era libre”, escribió en una carta reciente a BuzzFeed News. “Lo tenía todo: mujeres, dinero, armas, droga, poder, libertad, ahora no tengo nada. Sólo esta celda de 8x12 pies donde me paso la mayor parte del día escribiendo cartas de amor y pensando en las cosas malas que hice en mi vida”.

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    Algunas de esas cosas malas recién ahora saldrán a la luz: BuzzFeed News investigó casos antiguos en los lugares del país en los que Martínez dijo que mató personas, identificó los que se ajustaran a los patrones de Martínez, y luego se dispuso a determinar si él fue el asesino. Muchos de estos casos permanecieron sin resolverse durante años, hasta décadas — durante las cuales Martínez continuó matando y ocultando cadáveres en campos remotos. Luego que BuzzFeed News comenzó su investigación, al menos un detective de homicidios voló desde Oregon hasta Florida para interrogar a Martínez.

    Nacido y criado en un estado que siempre estuvo fascinado por los asesinos seriales, Martínez fue, cuantitativamente, uno de los más mortales. Sus declaraciones lo ponen a la altura de El Acosador Nocturno, Ted Bundy y John Wayne Gacy — y a un nivel más alto que las 12 víctimas atribuidas al asesino de Golden State, cuyo reciente arresto provocó titulares en todo Estados Unidos.

    Y sin embargo, la captura de Martínez dependió de una pequeña oficina de sheriff en Alabama. McWhorter, el investigador en jefe, siguió los pasos de su padre en la policía al terminar la secundaria, y jamás abandonó su rincón al noroeste del estado. Su departamento estaba tan poco preparado para investigar un asesino a sueldo de narcotraficantes, que para entrevistar a uno de los sospechosos debieron llamar como traductor al profesor de español y entrenador de la escuela secundaria local.

    No obstante, ese pequeño departamento logró lo que no pudieron docenas de las fuerzas policiales más sofisticadas y con mayor presupuesto de todo el país: llevar a la justicia a uno de los asesinos a sueldo más mortíferos de la historia moderna estadounidense.

    Martínez confesó más asesinatos en California que aún deben ser resueltos. Dice haber cometido homicidios en otros 11 estados: Oregon, Washington, Idaho, Missouri, Colorado, Alabama, Georgia, Florida, Iowa, Arkansas y Oklahoma.

    La reacción ante las confesiones de Martínez es similar al impacto de sus crímenes: a muy pocos les importa. Aún hoy, a cinco años de su sorprendente admisión, es casi un desconocido más allá de los pueblos pequeños y polvorientos en donde causó terror y dejó familias destrozadas en busca de justicia. Los cuerpos de seguridad en todo el país hicieron pocos esfuerzos para confirmar la mayoría de los asesinatos de los que se jacta Martínez. Aunque las historias sobre las acciones sangrientas cometidas por sicarios de carteles llenan titulares en todo México y las ciudades fronterizas, las confesiones de Martínez no despertaron mayor preocupación sobre asesinos a sueldo del narcotráfico a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos.

    “No lo entiendo”, dijo Gene Mitchell, sheriff del condado de Lawrence. Según él, Martínez “está diciendo montones de cosas que deberían ser de interés de las autoridades”. Y agregó: “¿Cuántos otros asesinos a sueldo podría entregarles? Probablemente los conozca”.

    Y en efecto, Martínez dijo a BuzzFeed News: “Conozco tres sujetos más que — mierda, uno habrá matado a unas 30 personas”. No dio más detalles.

    Cuando Martínez confesó, McWhorter dijo que se puso en contacto con los lugares en los que Martínez dijo desechar los cuerpos, en miras de interesar a los detectives a reflotar casos antiguos.

    No tuvo demasiado éxito. McWhorter recuerda que un oficial de Seattle simplemente se rió de él y dijo “Sí, tuvimos 25 asesinatos en los últimos seis meses”.

    PARTE 2: EL ORIGEN DE EL MANO NEGRA 

    Hacia la mitad del largo valle central de California, donde los picos de Sierra Nevada se elevan hacia el monte Whitney, y la niebla de tule se mezcla con el smog de Los Ángeles, el condado de Tulare se siente ajeno al siglo 21, incluso alejado de la última mitad del siglo 20. La vida en el segundo condado más pobre de California se mueve al compás de la siembra y la cosecha; la señal de celular es intermitente; la vida social está rígidamente segregada entre ricos y pobres, blancos y latinos. Al sur de Visalia, la sede del condado, una serie de poblados somnolientos — Earlimart, Pixley, Richgrove — emergen de la Ruta 99 como escasos remanentes del pasado agrario de California.

    No lejos de aquí, en Fresno, Martínez nació en 1962 de una familia de granjeros mexicanos. Sus opciones, como las de la gente que luego mataría, eran limitadas, moldeadas por los límites brutales del lugar en aquella época.

    Alrededor del 40% de la fruta y frutos secos en los Estados Unidos se cosechan aquí. Estas ciudades, nacidas como centros optimistas de comercio, con bancos y tiendas mercantiles, se fueron degradando hasta asentamientos aislados y polvorientos, muchos de ellos poco más que campos de trabajo para inmigrantes. Hay pocos semáforos y tiendas. En 2011, un investigador de las Naciones Unidas visitó el condado de Tulare y lo llamó “el condado más pobre de California” (en realidad, el segundo más pobre), destacando la falta de agua potable de varias comunidades.

    Martínez y sus hermanos pasaron parte de su infancia en México, cerca del pueblo de Cosalá en la tierra remota, fresca y húmeda de Sierra Madre, la cadena montañosa que recorre los estados de Sinaloa y Durango. En California vivió en la meseta del medio del valle, en un rancho entre los pueblos de Delano y Earlimart. Su madre y su padrastro administraban un hospedaje para trabajadores migrantes.

    La familia vivió en el centro de uno de las mayores disputas sobre derechos civiles del siglo 20: la batalla épica para organizar a los granjeros. César Chávez, líder de esa lucha, solía pasar por la zona. Martínez vio a Chávez en algunas ocasiones, pero no le interesó ni el movimiento ni el trabajo de campo. “No me gusta levantarme a las cinco de la mañana para trabajar en los campos”, dijo.

    El padrastro de Martínez, Pedro Fernández, ayudaba a ordenar los grupos de trabajo para recoger uvas, pero también era un “hombre de negocios”, como lo llamó su hijastro; según miembros de la familia y archivos de periódicos de los años 70s, su negocio era la heroína. Antes que Martínez terminara la escuela media, Fernández lo introdujo al negocio de la droga. Como adolescente bilingüe nacido en los Estados Unidos, podía moverse entre mundos y bajo el radar de la ley. La primavera de 1976 su padrastro envió a Martínez “en autobús hasta Indio a buscar un paquete para él, justo el día de mi graduación”. Ese viaje fue tan importante que Martínez lo usó como punto de partida de su autobiografía de 84 páginas, escrita en otoño de 2014 mientras esperaba su sentencia en California.

    “Cuando recogí el paquete le pregunté al sujeto qué había dentro, me respondió que era heroína. Yo era un niño. No sabía mucho de eso”.

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    Al volver a los Estados Unidos desde México e inscribirse en la escuela, “La gente se burlaba de mí porque no sabía hablar en inglés”, dijo en una entrevista. Sin dudas era inteligente, pero abandonó la secundaria luego de algunos meses. “¡No me dí cuenta de lo importante que era la educación!”, escribió.

    Compró un auto, lo que le permitió mover heroína y también llevar chicas. En 1977 tenía 15 años. “Durante ese año robé a mi primera esposa. Digo que la robé porque ella se metió en mi auto” — un Ford Galaxie modelo 1969 — “y simplemente me fui con ella”. “Creo que le gustó, porque vivimos juntos diez años o más”, agregó.

    En septiembre de 1977, la DEA hizo una redada en el rancho donde vivía Martínez y decomisó $2.5 millones de dólares en drogas y varias armas de fuego. Su padrastro fue enviado a la prisión federal de Lompoc, según recuerda Martínez, quien dice que cuando los agentes entraron en el lugar estaba lavando su auto . “Esa fue la primera vez que me esposaron”, recuerda Martínez en una carta. “También desordenaron todo mi cuarto”.

    En cuanto a su padrastro y el resto de la gente que arrestaron ese día, “A los pocos años quedaron todos libres. Felices, como si nada hubiera pasado”, recordó Martínez.

    Pero durante esa época ocurrió una tragedia: Cecilia, la hermana de Martínez, fue asesinada. Su cuerpo fue hallado cerca de Bombay Beach, al borde de Salton Sea, un enorme y extraño lago que une los condados de Imperial y Riverside. Acompañó a un hombre hasta ahí, y ahora estaba muerta.

    Martínez fue con su angustiada madre a declarar a la oficina del sheriff de Riverside, pero dijo haber descubierto, por su cuenta, quién era el novio y sus cómplices.

    “Fueron los primeros tres hijos de puta que maté”, dijo.

    “Fueron los primeros tres hijos de puta que maté”

    Martínez dijo que tiró los cuerpos en tumbas sin marcar. (Oficiales del sheriff del condado de Riverside dijeron en una declaración que tienen “una investigación abierta por homicidio” sobre la muerte de Cecilia Martínez y que “están al tanto de las acusaciones” de que Martínez se cobró venganza de los asesinos, pero no encontraron mayores evidencias).

    Es una historia que Martínez contó a muchos detectives desde su confesión. Hasta logró que Los Corceles de Durango, una banda cuyas canciones suelen celebrar las acciones del narcotráfico, compongan “El Corrido de Cecilia”, que cuenta la historia de la muerte de su hermana y la justicia por mano propia que él administró.

    “Yo era un hombre bueno, hasta que mataron a mi hermana”, dijo. “A partir de ese momento dije ‘A la mierda los violadores. Y los abusadores de menores’. Cuando vi a mi padre en su funeral, le dije, ‘Voy a agarrar a esos hijos de putas’. Me dijo ‘Hijo, que Dios se encargue de ellos’, y respondí ‘Papá, Dios no va hacer una mierda’”.

    Cuando mató a quienes creía responsables por la muerte de su hermana, “Me sentí tan orgulloso”, recordó. “Era… no lo sé, te sientes bien. Sientes como que tu corazón se relaja cuando te cobras venganza”.

    Sin importar los asesinatos que admita, nunca revelará la ubicación de aquellos tres cuerpos. Esos huesos, dijo, no merecen que los descubran.

    “Dinero fácil”

    En la mañana del 21 de octubre de 1980, Martínez estaba sentado en el asiento de pasajeros del auto de un amigo fuera de la casa de David Bedolla. Bedolla salió de su hogar justo antes del amanecer, acompañado de su esposa; lo esperaba un día agotador de recoger uvas por un salario miserable. Esa madrugada, Martínez y su amigo siguieron al pequeño automóvil amarillo de Bedolla mientras recorría caminos rurales, deteniéndose una vez para recoger a otro trabajador.

    “Los 500 dólares me servían. Apuntar y disparar, era dinero fácil”

    Algunos metros antes de que el auto alcanzara las largas filas de viñedos en los que el grupo trabajaría, Martínez disparó un arma calibre .22. Dos balas rozaron a la esposa de Bedolla e impactaron en el parabrisas. Dos más alcanzaron a Bedolla en la cabeza. El auto se descontroló y terminó en un viñedo. Bedolla estaba muerto.

    Martínez aceptó ese trabajo unas horas antes, mientras tomaba drogas con un amigo. Repentinamente la conversación se puso seria. Su amigo dijo que su hermana había sido violada.

    El amigo — quien Martínez se negó a identificar, como el resto de sus cómplices — dijo que su hermana seguía en México pero que el hombre que la violó ahora vivía en California, en el pueblo agrícola de Lindsay, con su mujer y un hijo pequeño.

    Martínez — en ese entonces con sólo 18 años, un hijo pequeño, una hija bebé que “me hacía muy feliz” y una mujer joven — no lo dudó.

    “Le dije que podía ayudarlo por quinientos dólares”, recordó. En una carta, agregó que “Cuando escuché la palabra abuso sentí mucha ira. Y los quinientos dólares me servían. Apuntar y disparar, era dinero fácil”.

    23 años más tarde, al confesar ese asesinato, Martínez fue aún más concreto. “Violó a una chica de 16 años”, dijo.

    La muerte de Bedolla destruyó a su esposa y opacó el futuro de su joven hijo, lo que generó un pesar y vacío que aún no cierran. “Desde ese día no somos felices”, testificó la mujer en un tribunal en 2015. “Siempre — siempre tengo ese momento en mi cabeza”.

    Para Martínez, tuvo un efecto más positivo.

    “Vales lo mismo muerto que vivo”

    Durante junio de 1979 en un pequeño pueblo de las profundidades de Sierra Madres tuvo lugar una fiesta de unas 50 personas, cuyo anfitrión era un hombre que, como varios de la comunidad, vivía entre México y las tierras agrícolas del centro de California.

    La Cofradía estaba alejada de las ciudades y tenía los caminos pavimentados. Era un pueblo en el que la gente se movía a caballo y se cuidaban entre sí, y donde el negocio del narcotráfico se estaba convirtiendo en el centro de la economía.

    En un momento de la noche surgió una disputa sobre quién bailaba con quién. Aparecieron armas. Hubo cuatro personas muertas. Y las familias juraron venganza.

    En septiembre de 1982 Martínez recibió en su casa de Earlimart a un amigo, quien dijo que uno de esos muertos era un pariente lejano de Martínez. También le dijo que dos de los responsables estaban en California.

    Silvestre Ayon, uno de ellos, vivía en el condado de Santa Bárbara — muy lejos, creyó él, de cualquier persona que lo pudiera reconocer.

    "Tienes dos horas para venir con el dinero" 

    El 1ro de octubre, según la narración de Martínez, él junto a otros tres hombres cruzaron la cadena montañosa desde el condado de Kern hasta Santa Ynez, una región agrícola costera que luego sería famosa por su pinot noir.

    Martínez llama a uno de los hombres simplemente “El señor X”.

    El señor X pronto se convertirá en una figura muy importante en la vida de Martínez.

    A pocos kilómetros del rancho de Ronald Reagan, Martínez dijo que encontró a Ayon manejando un tractor, y abrió fuego. Los reportes de la policía dicen que hubo por lo menos dos tiradores.

    “El señor X me dio $2.500 dólares”, escribió Martínez en su autobiografía. “Pero yo no quería el dinero, quería estar al mismo nivel que él. Quería demostrarle lo que era capaz de hacer”.

    El señor X le dió un pager (beeper) a Martínez, y así fue como entró en el negocio.

    Dos semanas después sonó una alarma. El señor X “tenía un problemita” con un hombre que le debía $95.000 dólares. A la medianoche Martínez manejaba su auto a toda velocidad hacia el norte por la Ruta 99, a través de campos de naranjos y las luces amarillentas de Fresno, opacadas por la neblina del valle.

    Al amanecer, Martínez encontró al deudor y lo llevó a un garage vacío. “Para mí, vales lo mismo vivo que muerto”, recuerda que le dijo. “A mí me van a pagar igual. Tienes dos horas para juntar el dinero”.

    Martínez llevó el efectivo directamente al señor X quien, según él, le pagó $30.000 por la molestia.

    De acuerdo a Martínez y la policía, este tipo de colectas constituía el grueso de su negocio, junto al contrabando. Para ambas empresas, su mejor atributo eran sus nervios de acero. Recordó una ocasión en la que fue detenido por la policía camino a Chicago. El oficial dijo que traería perros para registrar su auto. Martínez dijo que sonrió y le ofreció ayuda. Al ver a Martínez tan relajado, el oficial decidió no registrar su auto. Si hubiera traído a los perros, dijo Martínez, habrían encontrado 10 kilos de cocaína.

    Su trabajo le proporcionó una abundante cantidad de dinero. Pero la hija de Martínez dijo que a él “nunca le interesó el dinero”. Incluso, dijo ella, solía repartirlo en cuanto lo recibía, ayudaba a sus vecinos a pagar la renta, compraba cosas para su familia, sus hijos, para cualquiera que pareciera que lo necesitaba.

    Si el contrabando y la cobranza de deudas pagaba sus cuentas, matar lo diferenciaba. “Era demasiado bueno”, dijo.

    Martínez asegura que aprendió a ser asesino por su cuenta, en parte mirando películas. Era fanático de la serie de Rambo. “Lo principal es no ponerse nervioso”, dijo. “Y no dejar evidencias. Ser paciente”.

    Si los asesinatos pesaban sobre Martínez, casi no dio señales de ello. Durante el tiroteo de Ayon, fue herido un transeúnte adolescente, estudiante de secundaria que trabajaba en un rancho cada mañana antes de entrar a clase. Martínez no pensó mucho en él. “Estuvo en el lugar incorrecto”, escribió.

    A veces Martínez mezclaba actos de violencia con pequeños gestos de empatía. Una vez le disparó a un hombre, Domingo Pérez, sólamente por aparcar repetidamente frente al garage de la madre de Martínez. Pero él sabía que la familia del hombre necesitaría el automóvil, así que luego del asesinato lo regresó en secreto a su hogar. Luego de unos días nadie había encontrado el cuerpo de Pérez, y Martínez dijo haber escuchado que la madre de Pérez “se estaba volviendo loca” de angustia. “Me dije a mí mismo: mierda, yo también tengo una madre”. Para aliviar su congoja, Martínez movió el cuerpo de donde lo había dejado a una locación más visible en un campo de naranjos, donde fue descubierto al poco tiempo.

    PARTE 3: MATAR EN CALIFORNIA Y SALIRTE CON LA TUYA

    Tres semanas después del asesinato matutino de David Bedolla, sonó el teléfono de la oficina del sheriff del condado de Tulare, California, con una pista. Ralph Diaz, detective de homicidios, escribió con letra clara y cuidadosa el nombre de quien llamó: “un sujeto que se identificó como José Martínez”.

    El sujeto ofreció pistas extrañamente específicas sobre el asesinato, que según él, fue una venganza por un apuñalamiento durante un juego de cartas. También dijo que quizás Bedolla no había sido el blanco principal. Díaz organizó una entrevista en persona con el informante. El archivo no indica si esa reunión finalmente sucedió.

    Años después, Martínez confesó por ese asesinato pero negó haber hecho esa llamada. Aún así, el nombre José Martínez une este y otros casos como un hilo conductor destacado. Su nombre aparece como fuente en un asesinato. También figura en los eventos que condujeron a otro homicidio. En varias ocasiones la policía lo consideró como sospechoso. Aún así, nunca presentaron cargos por homicidio.

    En septiembre de 2009 Martínez asesinó a un hombre llamado Joaquín Barragán, en Earlimart. A los pocos días la policía supo mediante amigos de la víctima que una persona conocida como El Mano Negra lo había estado buscando y amenazó con matarlo. Sabían que El Mano Negra era el apodo de Martínez, que tenía cargos por violar su libertad condicional y posiblemente por robo de automóviles. Encontraron a una mujer que declaró que Martínez intentó contratarla para atraer a Barragán a un lugar solitario.

    Arrestaron a Martínez por la violación a su libertad condicional pero, según él, se las arregló para tragarse la tarjeta telefónica de uno de sus teléfonos antes que los oficiales pudieran ver sus mensajes de texto. (Los reportes policiales dicen que a un oficial se le ocurrió reemplazar la tarjeta SIM por una de un teléfono de la policía, pero eso no resolvió el problema). El interrogatorio no condujo a ningún lado. “Le pregunté a Martínez si podía explicar porqué todos en Earlimart creía que él había sido el asesino de Joaquín”, dice el reporte policial. “Martínez declaró que no sabía nada, y me dijo que todos en Earlimart mentían”. La entrevista duró menos de una hora. Martínez pasó algunos meses en la cárcel por violar su libertad condicional. El asesinato quedó sin resolver.

    “En esta ciudad no hay ley”

    Al caminar por las soleadas calles de Richgrove, la aldea agropecuaria donde Martínez y su familia vivieron durante varios años, no es difícil encontrar gente que dice haberlo conocido.

    Algunos lo recuerdan como un hombre de familia comprometido, que ayudaba a su madre a mantener su casa color durazno al final de una calle sin salida muy ventosa. Otros dijeron que era una persona amigable, que ofrecía gaseosas a sus vecinos al final de días de mucho calor. Y hay quienes confiesan haber escuchado rumores de que era un asesino y que se hacía llamar El Mano Negra.

    Sin embargo, casi nadie se sorprende de que la policía no lo atrapara.

    “En esta ciudad no hay ley”, explicó un hombre de Richgrove quien, como otros, no quiso que su nombre sea publicado.

    Y en efecto, en el condado de Tulare, donde Martínez cometió seis de los asesinatos por los que se declaró culpable, algunos residentes han reclamado que necesitan más protección policial.

    Un reporte de 2017 sobre Earlimart, redactado por el condado, remarcó que “los residentes reportan que el tiempo de respuesta del departamento del sheriff es inaceptable y que no hay suficientes patrullajes policiales en la comunidad”. El reporte agregó que la gente “está muy preocupada por el aumento de tiroteos y violencia relacionada con drogas durante los últimos años”.

    En Richgrove, la gente también se quejó de los tiempos de respuesta demasiado largos, patrullajes “inconsistentes” y “crímenes que no se investigan”.

    Marguerite Melo, una ex fiscal que ahora trabaja como abogada de derechos civiles en el condado de Tulare, sugirió que esos factores pueden haber contribuido a que las fuerzas policiales hayan tardado tanto tiempo en atrapar a Martínez. “No hay dudas de que en este país los latinos son tratados de modo muy diferente a la gente blanca”, dijo Melo. “Ninguna de estas víctimas les interesó demasiado”.

    Ella especuló que “si el señor Martínez hubiera matado a personas destacadas de la comunidad, lo habrían atrapado hace mucho tiempo, se hubieran dedicado recursos para resolver ese tipo de crímenes”.

    Scott Logue, hasta hace poco asistente del sheriff del condado de Tulare, rechaza esa teoría.

    “No nos importó si fueran de cualquier nacionalidad, género, orientación política ni nada de eso”, dijo. “Créeme, durante años muchos detectives estuvieron ansiosos por resolver el caso, querían probar que José Manuel era responsable. Hubo mucha sangre, sudor y lágrimas dedicadas a los casos”.

    Al mismo tiempo, la presencia del negocio del narcotráfico y su consecuente violencia suele avasallar a la policía. “Tuvimos muchos crímenes de cárteles”, dijo Brewer, detective de homicidios del condado de Kern, incluido asesinatos, intentos de asesinato, y luego homicidios de potenciales testigos durante los juicios por esos primeros crímenes. De acuerdo a estadísticas estatales recientes, el condado de Kern es el segundo con las tasas de homicidios más altas en condados medianos, mientras que el condado de Tulare está en el número siete de 58 condados.

    Aunque para el resto del mundo pasan desapercibidos, estos pueblos pequeños y somnolientos cumplen un rol clave en la inserción y distribución de drogas en los Estados Unidos, junto al tráfico de armas y dinero que acompañan el negocio. Según los oficiales, en muchos casos las drogas que vienen desde México pasan de largo por Los Ángeles y San Diego para llegar a depósitos del valle central, desde donde se envían al norte y al este. Las armas, más difíciles de comprar en México que en EE.UU., vuelan en la dirección opuesta.

    No lejos de allí, al pie de las Sierra Nevada que se elevan al este de Tulare, los oficiales luchan contra el cultivo de marihuana en tierras públicas — a menudo cultivadas por personal armado que en ocasiones protagonizan tiroteos, contaminan parques nacionales o provocan enormes incendios.

    Este tipo de tráfico lucrativo se infiltró en las fuerzas de seguridad. En los últimos años, la oficina de sheriff de Karn y el departamento de policía de Bakersfield se lamentaron cuando cuatro oficiales se declararon culpables de haber estado involucrados en ventas de droga o por poner al tanto a narcotraficantes cuando había una investigación.

    La zona también funcionó como una especie de semillero de los temibles cárteles de narcotráfico de México, que la utilizan para criar y educar personas que luego jugarán roles destacados en su mortífera guerra entre narcotraficantes.

    Un joven de Tulare, José María Guízar Valencia, cruzó la frontera hacia México y se convirtió en miembro importante de Los Zetas, un cártel notorio por sus prácticas sangrientas y su hábito de sumergir a sus víctimas en ácido o colgar cadáveres de puentes. (Guízar Valencia fue arrestado en la Ciudad de México el pasado febrero).

    De acuerdo a una acusación abierta en 2014, los investigadores escucharon a sospechosos de otra parte del valle central hablar sobre “haber ido de fiesta con el Mayo Zambada”, también conocido como Ismael Zambada García, uno de los líderes más poderosos del cártel de Sinaloa.

    Mientras los oficiales patrullaban las mesetas de Tulare y Kern, algunos escucharon rumores de que El Mano Negra era un asesino a sueldo. Sin embargo, había tantos otros crímenes. Tanta violencia. Cuando había testigos, de inmediato se asustaban y olvidaban lo que habían visto. “No hay testigos que corroboren lo que sucede. Ni evidencia física” dijo Logue, ex encargado de crímenes violentos del condado de Tulare. Había muy poco que pudieran hacer más que obtener una confesión, y Martínez era un “buen mentiroso” y “un sociópata”, dijo. “Puede que sepas que alguien hizo algo, pero hasta que puedas probarlo…” hizo una pausa. “Debemos trabajar dentro del marco legal. Puedes llegar hasta cierto punto”.

    Martínez simplemente dijo que “se salió con la suya”.

    “Indicio de engaño”

    Sin embargo, a veces pareciera que Martínez desafiaba a los sheriffs de Tulare para que lo atrapen.

    En marzo de 2010, luego de haber sido liberado de prisión por violar la libertad condicional, se dirigió casi de inmediato a la división de crímenes violentos de la oficina del sheriff del condado de Tulare.

    Martínez dijo que quería que le regresen su Chevy Suburban. Los oficiales lo habían secuestrado cuando lo interrogaron sobre el asesinato de Barragán. Se ofreció a volver a hablar con ellos sobre lo que sabía.

    Esta vez Martínez llegó hasta sugerir a la policía que era cobrador para un cártel de drogas, según él estaba radicado en Guadalajara. Según el reporte oficial, también les dijo que “Barragán no murió porque debiera dinero, sino porque fue un soplón”.

    El detective César Fernández decidió aprovechar el momento. Le preguntó a Martínez si le importaría someterse a un detector de mentiras sobre el asesinato de Barragán. Los resultados del detector de mentiras generalmente no son admitidos en las cortes californianas, pero la policía suele usarlos durante sus investigaciones. Martínez accedió.

    Le hicieron varias preguntas sobre el asesinato, inclusive si él sabía quién lo había hecho.

    El examinador encontró un “indicio de engaño” cuando Martínez dijo no saber quién mató a Barragán.

    El examinador pidió un segundo exámen, más enfocado en comprobar si Martínez había cometido el asesinato.

    “¿Tú mataste a Joaquín?”

    Martínez respondió que no.

    El resultado: “Indicio de engaño”.

    Un segundo investigador analizó los resultados por su cuenta. Estuvieron de acuerdo: Martínez mintió al decir que no cometió el asesinato.

    Sin embargo, nunca fue acusado.

    Al preguntar por qué no se avanzó con esta investigación, un vocero del departamento dijo que los oficiales: “no avanzan en un caso hasta que sea investigado exhaustivamente”, y explicó que “una vez que se realiza un arresto, el caso se convierte en una carrera contra el tiempo, ya que el sospechoso tiene derecho a que se aclare su situación dentro de las siguientes 48 horas”.

    “Éticamente, en California, no podemos presentar cargos a nadie mientras no estemos seguros de su culpabilidad más allá de cualquier duda”, dijo el asistente de la fiscalía David Alavezos, quien lleva adelante los casos de Martínez. Rechazó la idea de que a las fuerzas de seguridad no les interesen estas comunidades, remarcando que el condado ha duplicado la cantidad de fiscales en la zona.

    Uno de los parientes de Barragán reconoció que la oficina del sheriff trabajó intensamente en el caso. Aún así, dijo, “Lo dejaron ir, y siguió matando gente”.

    “Todos lo sabían”, agregó. “Y todos están asustados”.

    PARTE 4: ATRAPANDO AL ASESINO

    El encargo de Florida se llevó a cabo sin inconvenientes. O eso pensó Martínez.

    Javier Huerta, un albañil que al parecer también vendía cocaína, estaba acusado de robarle diez kilos a otro distribuidor.

    A Martínez lo contrataron para cobrar la deuda. En noviembre de 2006, luego de aterrizar en la localidad, descubrió que su objetivo tenía 20 años. “‘Maldita sea, ¿Apoco este escuincle se robó diez kilos?’, pensé.”

    Martínez acechó a Huerta durante unos días. Tuvo la oportunidad de tomarlo por sorpresa, pero optó por no hacerlo porque la hija de Javier estaba presente. “Tu hija no tiene la culpa de las estupideces que hagas en tu vida”, recordó haberle dicho a Huerta.

    Así que Martínez se hizo pasar por un casero que necesitaba los servicios de un albañil. Cuando Huerta llegó a ofrecer sus servicios, Martínez lo secuestró y lo obligó a entregarle unos $200,000 dólares en efectivo, de los cuales $150,000 estaban enterrados en su jardín.

    Acto seguido, Martínez le metió cuatro disparos. Le metió cuatro balazos también a uno de los acompañantes de Javier. Sus cadáveres, con las muñecas sujetadas por cintillos de plástico, los botó en una camioneta Nissan estacionada en un trecho pantanosos de camino a las orillas del Bosque nacional de Ocala. Ahí, comenzaron a pudrirse.

    La policía no tardó en darse cuenta que estaba ante un crimen vinculado al narcotráfico. Agentes pronto escucharon el rumor de que alguien había robado cocaína y dinero. Pero no tenían la menor idea de quién había cometido el asesinato.

    Martínez se dirigió a la casa de su hija, en Alabama. Por pura coincidencia, resultó ser cumpleaños de su nieta. “Le dije que se subiera al carro”, recordó, y juntos condujeron a la juguetería Toys ‘R’ Us más cercana, donde Martínez ofreció comprarle absolutamente todo lo que quisiera.

    “No te quiero ni decir cuánto me gasté en el Toys ‘R’ Us”, recordó Martínez, lleno de orgullo.

    En Florida, los detectives que inspeccionaron la camioneta de Huerta descubrieron una lata de refresco Mountain Dew en el portavasos. La vaciaron y encontraron, en el fondo, una colilla de cigarro. La metieron en una bolsita, la marcaron y la enviaron a un laboratorio de criminalística para que le hicieran estudios.

    Esa prueba debió haber marcado positivo. Dado que lo habían arrestado anteriormente por drogas, las huellas dactilares de Martínez y su ADN tendrían que haber estado registrados en la base de datos policial. Por alguna razón, sin embargo, la oficina del sheriff nunca recibió los resultados de la prueba de ADN. Abrumados por montañas de evidencia que no conducía a ninguna parte, nadie parece haberse dado cuenta de la omisión. Y así fue por seis años.

    A las 5 de la tarde del 9 de octubre de 2012, varios detectives de la Oficina del Sheriff de Marion Country, con sede en Ocala, Florida, dedicaban horas extras a revisar algunos expedientes sin resolver. Uno de ellos tomó una gruesa carpeta rotulada con el nombre “Huerta”, se sentó, y comenzó a leer.

    Muy pronto, los detectives descubrieron algo desconcertante: varias de las evidencias, incluyendo la colilla del cigarro, nunca se habían analizado.

    Así que le solicitaron al laboratorio de criminalística del departamento de policía de Florida que hiciera una búsqueda de ADN.

    En los años entre un suceso y otro, Martínez había matado cuando menos a otras cuatro personas (es posible que haya matado a seis). Y faltaban más.

    El último asesinato

    En el invierno de 2013, Martínez no tenía idea de lo que estaba sucediendo en Florida. En esos meses llegó a Alabama para hacerle una visita prolongada a su hija y a sus nietas.

    Recogía a las niñas de la escuela y jugaba con ellas por horas. Dejaba que lo disfrazaran de princesa de Disney y que lo sometieran a un juego llamado “un día en el spa”, que concluía cuando él se devoraba su mascarilla de aguacate mientras las niñas aullaban de la risa. Cuando una de las pequeñas enfermaba, Martínez pasaba la noche en vela sentado al lado de su cama, cuidándola.

    Dedicó energías a ayudar a su hija, que estaba divorciada e intentaba arrancar su propio negocio de reparación de techos. A veces se lo encontraba trepado en una escalera, martillando tejas. Su hija tenía que exigirle que se bajara, pues él no estaba cubierto por el seguro de accidentes.

    Luego de un tiempo, Martínez encontró la manera de ayudar. José Ruiz, un amigo de quien fuera el novio de su hija en ese tiempo, necesitaba ayuda cobrando una deuda. Martínez se ofreció a compartir su experiencia. A su vez, pensó que Ruiz podría darle más información acerca del novio de su hija.

    En lugar de eso, y de acuerdo con los recuentos de la policía y de Martínez, Ruiz cometió un error que le cambiaría la vida. Sin saber quién era Martínez ni, peor aún, de quién era padre, Ruiz dijo que la novia de su amigo era una perra, una puta y una mala madre.

    Martínez estaba furioso. Decidió que Ruiz tenía que morir por esas palabras. Pero no dijo nada en el momento. Sabía que a Ruiz y a él los habían visto juntos. Que había restos del ADN de Ruiz en el auto de Martínez. La venganza iba a tener que esperar.

    Así que volvió a California para estar con su madre. Durante los meses de invierno, con el cielo gris flotando sobre los campos marchitos por las sequías de años, la rabia provocada por lo que dijo Ruiz creció.

    Elemento de prueba No.28

    El 27 de Febrero de 2013, seis años después de los previsto, el detective T.J. Watts del condado de Marion, Florida, finalmente recibió el informe del laboratorio de criminalística con el análisis de la colilla de cigarro olvidada.

    El informe demostraba que el ADN del Elemento de prueba no. 28, una colilla de cigarro pescada de una lata de Mountain Dew, correspondía al de un hombre que alguna vez pasó tiempo en una cárcel de California: ese hombre era José Manuel Martínez, oriundo de Richgrove, California.

    Se sabía que, con frecuencia, la camioneta de la víctima servía para transportar trabajadores y clientes a las distintas obras. La colilla de cigarros podía pertenecer a cualquiera de ellos. No había razón para creer que esa correspondencia de ADN resolvería el misterio, mucho menos que el sospechoso era un asesino serial y que detenerlo podría salvarle la vida a otras personas.


    “Cállate la boca y conduce”

    Luego de su temporada en California, Martínez regresó a Alabama. El 4 de marzo de 2013, cinco días después de que los detectives en Florida recibieran el informe de laboratorio correspondiente al Elemento de prueba no. 28, Martínez convenció a Ruiz y al novio de su hija, Jaime Romero, de dar un paseo en auto.

    Obedeciendo las indicaciones de Martínez, condujeron al sur y luego al oeste. Cruzaron poblados cada vez más pequeños, los cuales se perdían en los enormes campos de heno. Esos campos, a su vez, terminaban en el Bosque nacional de Bankhead, un bosque de antiguos y colosales árboles que revisten cañadas de moho verde y cascadas cristalinas. Cuando se detuvieron junto a un campo de heno a estirar un poco las piernas, Martínez desenfundó un arma.

    La mujer de la que hablaste mal “es mi hija, estúpido, hijo de puta”, dijo Martínez. Disparó el arma. Dos balas atravesaron la cabeza de Ruiz.

    Martínez vio el cuerpo de Ruiz colapsar sobre el suelo. Volvió al auto y miró fijamente a Romero, que estaba desconcertado.

    “Cállate la boca y conduce”, le dijo.

    Era muy posible que, en ese remoto paraje donde Martínez le disparó, tendría que pasar mucho tiempo antes de que alguien descubriera el cuerpo de José Ruiz. Pero como suele ocurrir, casualmente unos cazadores que estaban cerca escucharon los balazos y encontraron el cuerpo menos de una hora después. Tim McWhorter, investigador en jefe de la oficina del sheriff del condado de Lawrence, llegó a la escena del crimen y se encontró un cuerpo sin vida.

    La policía lo deja ir

    El 16 de abril, Martínez estaba en casa de sus hijos en Earlimart, California, cuando policías llegaron a tocar la puerta. El asesinato en Alabama estaba muy fresco así que, tan pronto los vio, Martínez huyó por la puerta trasera de la casa.

    Christal Derington, segunda a bordo de la oficina del sheriff del condado de Tulare, inició la persecución. Pero Martínez huyó en balde: Derington nada sabía del asesinato en Alabama. Ella formaba parte del grupo de operaciones especiales y estaba ahí para investigar una serie de robos con violencia vinculados con el narcotráfico. Uno de ellos involucraba un intento de abuso sexual.

    Martínez no estaba en la lista de sospechosos. Pero era un ex criminal condenado y descubrieron que estaba en posesión de municiones. Al momento de colocarle las esposas, un policía le susurró a Derington que se trataba de El Mano Negra, el hombre que según rumores trabajaba de asesino a sueldo, y que era sospechoso de al menos cuatro asesinatos en la localidad.

    ¿De verdad? Este señor de modos agradables e inteligente sentido del humor, ¿era en realidad un asesino?

    Mientras conducían a la estación de policías, Derington le contó a Martínez de los robos a las casas de almacenamiento de drogas. Cuando le contó que a una mujer la amenazaron con violarla en tumulto, Martínez pareció al borde de las lágrimas. Le dijo que no soportaba la idea de que un hombre lastimara a una mujer.

    Derington dijo no ser ingenua y estar al tanto de que el hombre sentado en el asiento trasero era un criminal, probablemente uno violento y manipulador. Sabía que este hombre estaba tratando de obtener algo, aunque ella no sabía exactamente qué. Conversar con él, sin embargo, resultaba fascinante.

    Las autoridades podrían haber metido a Martínez a la cárcel por posesión de municiones. Sin embargo, lo dejaron en libertad a cambio de la promesa de convertirse en colaborador.


    “La primera pista”

    El jueves 25 de abril de 2013, el detective Watts, que estaba dando seguimiento a casos sin resolver en Florida, contactó a la oficina del sheriff del condado de Kern. Martínez no era sospechoso principal del asesinato que Watts estaba investigando. Pero le daba curiosidad saber cómo una colilla de cigarro con ADN de un hombre de California había aparecido en el lejano estado de Florida.

    Esa llamada telefónica cambió todo.

    Brewer, que llevaba años trabajando como detective de homicidios para el departamento, le contó a Watts la historia de Martínez, incluyendo, según el informe de Watts, que “había estado involucrado en aproximadamente cinco homicidios en su jurisdicción”. En algunos de los asesinatos se habían usado cintillos de plástico, al igual que en los asesinatos que Watts investigaba en Florida.

    “Esa fue la primera pista de que tal vez había encontrado al culpable”, dijo Watts. “Era improbable, pero empecé a pensar: quizá este tipo trabaja para un cártel”.

    Watts se quedó con varias preguntas sin resolver. ¿Qué fue a hacer Martínez a Florida? ¿Y por qué demonios los policías de Tulare enlistaron a Martínez para ayudarles a resolver crímenes menos importantes en lugar de juntar las evidencias necesarias para acusarlo de homicidio?

    “Estaba en shock”, dijo. “Este tipo no es un informante, es un asesino”, pensó Watts.

    Watts asumió que la policía de Tulare y Kern vigilaría a Martínez, así que lo marcó como “persona de interés” y se abocó a buscar más pistas.

    Hacia mayo, Martínez empezó a sentirse ansioso. Condujo a Bakersfield, donde abandonó su auto. Ahí se hizo de un auto diferente, uno que no estaba a su nombre, y condujo 500 kilómetros hasta la frontera.

    Arribó a México, país donde rara vez se extradita a aquellos acusados de asesinato, sobre todo si hay posibilidad de que enfrenten cadena perpetua o pena de muerte. Martínez había escapado.

    “Mientras esperaba para hablar con él, comencé a temblar”

    Parado a la orilla de un campo de heno, con el cadáver de Ruiz botado sobre la tierra a sus pies, al detective McWhorter se le hizo familiar el rostro del muerto. “Yo lo conocía”, dijo.

    Uno de sus colegas le aseguró que no, que probablemente estaba equivocado porque todos los mexicanos se parecen.

    Pero McWhorter sí conocía a Ruiz. Lo contrató para que arreglara el techo de su casa. McWhorter, que había pasado su vida entera en la región, conocía a muchas personas por ahí. Oriundo de Moulton, el centro administrativo del condado, había pasado parte de su infancia en el Hartselle, un poblado cercano. Luego de terminar los estudios medios, volvió a Moulton, donde siguió los pasos de su padre y consiguió trabajo en la oficina del sheriff. Su primer empleo, a los 19 años, fue como trabajador carcelario. Posteriormente se desempeñó como oficial de recursos escolares y patrullero. Y, finalmente, como investigador. Durante todo este tiempo tuvo cuatro hijos.

    "Este tipo no es un informante, es un asesino"

    No ganaba mucho dinero: a pesar de casi dos décadas de trabajar para la policía, apenas ganaba $50,000 dólares por año. Para complementar sus ingresos, fabricaba y vendía cajoneras. Su trabajo con frecuencia lo exponía a lo peor de la humanidad; eso lo fue volviendo cínico. En ocasiones, cuando iba a misa, miraba a los feligreses a su alrededor y se preguntaba qué cosas terribles habían hecho. A pesar de todo, cuando lo contactaban de otros departamentos para ofrecerle trabajos mejor pagados en pueblos más grandes e importantes, él los rechazaba. Estaba orgulloso de su departamento: según sus palabras, en los siete años en los que fungió como jefe de investigación de la oficina del sheriff del condado de Lawrence, no hubo un solo asesinato que él y su equipo no pudieran resolver. “Este es mi hogar. Y aquí está la gente que conozco”, añadió.

    McWhorter recordaba a Ruiz como una persona amena. ¿Quién querría matar a alguien como él?

    Muy pronto aparecieron las primeras pistas. Pero no apuntaban a Martínez.

    Junto al cadáver de Ruiz, los oficiales encontraron un recibo de compra de Walmart. Las grabaciones de unas de las numerosas cámaras de vigilancia de esa tienda mostraban a Romero, amigo de Ruiz, novio de la hija de Martínez.

    Poco después encontraron la camioneta de Ruiz en un estacionamiento en el poblado de Decatur. Ahí, los videos de las cámaras de seguridad mostraron una camioneta acercarse a Ruiz, poco tiempo antes del asesinato. Buscaron el número de placa en una base de datos y descubrieron que el vehículo estaba registrado a nombre de Romero.

    “Así que Jaime lo mató”, pensó McWhorter.

    La tarde del 11 de marzo de 2013, McWhorter y su equipo localizaron a Romero: estaba en casa de la hija de Martínez. Llegaron y golpearon la puerta.

    La hija de Martínez, que tiene los mismos ojos cálidos que su padre y la misma agudeza mental –y que también pidió que no usáramos su nombre en este reportaje– le dijo a BuzzFeed News que no tenía idea que su padre fuera un asesino a sueldo, aunque sí sabía que era un delincuente. Estaba enterada que su padre traficaba personas de México a Estados Unidos; alguna vez incluso intentó convencerla de que se uniera a la Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos para que pudiera colaborar con él.

    Ella, sin embargo, quería una vida distinta. Siempre respetó las reglas, aun cuando dichas reglas parecían formuladas expresamente para evitar el avance social de personas como ella o sus familiares, casi todos trabajadores agrícolas. Luego de terminar su educación media, se fue lo más lejos de casa posible. Se enlistó en el ejército y pasó tiempo en una base militar en Alemania, aunque finalmente optó por hacer su vida en Alabama. Ella y su esposo viven a las orillas de un camino rural y, desde ahí, gozan de un paisaje de ondulantes campos y un cielo de enormes nubes blancas. Ahí crían y educan a sus seis hijos: los llevan a la escuela y a clases de futbol. Cada noche, la familia se reúne alrededor de la mesa del comedor para cenar y hacer tareas.

    A pesar de todo, ella adoraba a su papá. Cuando el ejército le ofreció la posibilidad de elegir un oficio, optó por aprender mecánica, pues su padre sabía arreglar autos a la perfección y pensó que eso lo llenaría de orgullo. Cuando él la visitó, relegó todas sus actividades a segundo plano para que su tiempo juntos fuera especial.

    La visita en 2013, aquella en la que Martínez consintió a sus nietas con regalos, superó todas las expectativas de su hija. Ella no tardó en imaginar un futuro en el que su padre renunciaba al crimen y pasaba parte del año viviendo con la familia. De ese modo, se convertía en una presencia estable y amorosa en la vida de sus nietas. Es decir, en algo que su hija no siempre tuvo.

    En ese instante, sin embargo, había un escuadrón de policías afuera de su casa. Y se estaba llevando a su novio, Romero, bajo sospecha de homicidio

    Su padre intentó ayudarla. Con actitud gentil y humilde, Martínez acudió a la estación de policía donde se presentó como un padre amoroso que había viajado desde California para visitar a su hija. Le juró a los oficiales que Romero había estado con él a la misma hora en que había ocurrido el asesinato.

    McWhorter recuerda que, como le sucedió a muchos otros policías, él también simpatizó con Martínez y su “personalidad bonachona”.

    Pero cuando ya estaban finalizando su conversación, McWhorter recuerda haberle preguntado a Martínez si le parecía que la gente en Alabama era más cortés que en California.

    Martínez le contestó que, en términos generales, lo era, pero que recientemente había tenido “un encuentro desafortunado”. Luego de dejar a una de sus nietas en la escuela, estaba tan distraído despidiéndose de la niña que chocó con una madre de familia. Él le pidió perdón, pero la señora no aceptó la disculpa y le dijo: “Ten más cuidado por donde caminas, carajo”.

    McWhorter recuerda a la perfección lo que Martínez le relató después: “Entonces la miré y le dije: quítate de mi camino, perra”.

    “Podías ver su rabia”, dijo McWhorter, casi maravillado. “Fue como si alguien hubiera encendido un interruptor.”

    La coartada que Martínez ofreció a favor de Romero no sirvió para que lo dejaran en libertad. Y luego de un mes bajo arresto, con la acusación de homicidio a cuestas, Romero pidió hablar cara a cara con McWhorter.

    Romero no hablaba inglés, y la oficina del Sheriff del condado de Lawrence no tenía nadie a la mano que hablara español. Así que McWhorter le pidió ayuda al entrenador del equipo de futbol americano de la escuela, quien también daba clases de español.

    “Quiero contar toda la historia”, dijo Romero. Él no era el asesino. El asesino era el hombre que había intentado sacarlo, el padre de su novia. José Martínez.

    McWhorter recordó el atisbo de la furia de Martínez y, por un momento, lo creyó posible. “Pero también pensé que tal vez Romero lo había alentado a hacerlo”. McWhorter contactó a los oficiales de policía de Tulare y fue entonces que descubrió que Martínez tenía antecedentes penales por drogas y que los investigadores de un asesinato lo habían designado “persona de interés”. Al poco tiempo de la llamada, McWhorter recibió la noticia de que Martínez había dejado California y que probablemente estaba en México. De los numerosos obstáculos que McWhorter enfrentaba, ése era el mayor.

    “Sabíamos que nos faltaban muchos elementos para enjuiciarlo”, dijo. De todos modos, McWhorter decidió intentarlo. “Estas son las pruebas que tenemos, esto es lo que sabemos, y creo que la familia de la víctima merece que lo intentemos. Es mejor fracasar intentándolo”, razonó el detective.

    “Creo que muchos no lo hubieran intentado”, añadió el Sheriff Mitchell, quien en ese entonces era el jefe de McWhorter. “Pero si no lo intentas, un asesino andará libre por la calle, sólo porque tú no quisiste que pensaran mal de ti por presentar un testigo ‘débil.’”

    McWhorter obtuvo una orden de aprehensión y, poco después, detuvo al hombre que buscaba.

    El viernes 17 de mayo, Martínez cruzó a pie el puente fronterizo que separa San Luis Río Colorado, Sonora, de los Estados Unidos. Una búsqueda rutinaria en el sistema arrojó una orden de aprehensión.

    “Me dijeron que tenía una orden de aprehensión por asesinato”, relató Martínez. “Yo les respondí: ¿Una orden de dónde?”

    Martínez fue enviado a una cárcel en Yuma, Arizona. Ahí esperaría su traslado a Alabama.

    El asesino confiesa

    McWhorter recibió la llamada y, junto con otro investigador, tomó un vuelo a Arizona para recoger a Martínez. En el viaje de regreso a casa, evitaron hacerle preguntas acerca del crimen. En lugar de eso, hablaron de la vida, la milicia, y de lo deliciosa que había sido la pizza que compartieron en una estación de servicio en Lubbock, Texas. A McWhorter le sorprendió lo poco que parecía importarle a Martínez estar en custodia policial, vinculado a un asesinato.

    Cuando McWhorter y Martínez se aparecieron en las oficinas del sheriff del condado de Lawrence, se encontraron con el detective Watts, quien había recibido noticias del arresto y, de inmediato, viajó desde Florida, ansioso de hablar con Martínez.

    McWhorter le dijo a Watts que iba a tener que esperar.

    “No te lo tomes a mal, amigo, pero tienes una muestra de ADN. A nosotros nos urge una confesión”, relata que le dijo. Acto seguido, le cerró la puerta del cuarto de interrogatorio en la cara a Watts.

    “Mientras esperaba para hablar con él, comencé a temblar”, relata Watts.

    “No te lo tomes a mal, amigo, pero tienes una muestra de ADN. A nosotros nos urge una confesión”

    Ninguno de los dos detectives pensaba que Martínez confesaría. McWhorter dijo que imaginó que Martínez lo haría “trabajar en balde” y que probablemente pasaría un tiempo en prisión, hasta que un día confesara por error durante una llamada telefónica desde la cárcel. McWhorter creía que, en el mejor de los casos, Martínez admitiría haber estado en la escena del crimen pero trataría de inculpar a Romero.

    En lugar de eso, Martínez confesó casi de inmediato haber matado a Ruiz.

    Luego de que Watts relevara a McWhorter, Martínez también confesó el crimen de Florida. Describió la escena del crimen con lujo de detalle y dio cuenta del número de balas que disparó. “Si no lo hubiera hecho yo, alguien más habría hecho”, dijo.

    Le dijo a Watts que estaba confesando sus acciones porque creía que había llegado la hora de pagar por sus acciones.

    También relató que había hecho ciertas cosas en California, y que quería quitarse ese peso de encima también. Le pidió a McWhorter que llamara por teléfono a Derington, la asistente del sheriff del condado de Tulare.

    Cuando llegó al cuarto de interrogatorio, Martínez le regaló una sonrisa cálida y le preguntó, con toda amabilidad, si había tenido un buen viaje. Luego fue directo al grano: le confesó que era un asesino a sueldo.

    Eran tantas las víctimas en el condado de Tulare que a Derington le costó trabajo seguir el hilo de la historia. Sentada frente a Martínez, Derington mandó varios mensajes de texto a sus jefes con nombres, fechas y descripciones de los caminos, huertos y zanjas en los que Martínez confesó haber botado cadáveres.

    Brewer, el detective de homicidios del condado de Kern, fue el siguiente en viajar para reunirse con Martínez. Las confesiones que escuchó le sirvieron para resolver dos asesinatos. Además, se enamoró del noroeste de Alabama, y ahora dice que tal vez se mude allá cuando se jubile.

    Algunos policías se mostraron escépticos. Martínez conocía los detalles de los crímenes, ¿pero realmente era posible que los hubiera cometido todos? Sin embargo, en cada uno de los casos —incluso aquellos ocurridos treinta años antes— Martínez compartió detalles que sólo el asesino podía conocer. Los policías estaban sorprendidos de la nitidez de su memoria.

    “El lugar del crimen, el modelo del auto que condujo, el calibre de las balas. Incluso el número de casquillos. Recordaba cuántos casquillos se habían encontrado en la escena del crimen”, cuenta McWhorter.

    Según McWhorter, los oficiales de policía salían del cuarto de interrogatorio y expresaban su incredulidad. “Hombre, a este no se la va un detalle”, se decían entre ellos.

    Martínez no sabía gran cosa acerca de las vidas de las personas que mató: cuántos hijos tenían, a qué se dedicaban. Pero estaba seguro —aunque nunca pudo mostrar pruebas— que habían lastimado a mujeres o a niños. No le quedaba la menor duda que se merecían lo que les pasó.

    “Me dijo que jamás mató a una persona buena”, relató McWhorter.

    Martínez, sin embargo, nunca dijo nada sobre las personas que lo contrataban ni de sus ayudantes.

    “Había que hacer las cosas como a José le gustaban”, dijo McWhorter. “No te pongas perro con él, no actúes como policía”, le sugería a otros investigadores. El objetivo era que Martínez hablara lo más posible.

    Martínez recuerda que agentes del FBI viajaron de Washington D. C. para entrevistarlo. Sin embargo, parecían más interesados en saber si Martínez podía darles pistas del paradero de Joaquín Guzmán Loera, mejor conocido como El Chapo, el líder del Cártel de Sinaloa. Guzmán fue capturado en 2016 luego de una balacera que puso fin a una de las búsquedas policiales más ambiciosas en la historia de México.

    Martínez relata que le deseó a los agentes “un bonito viaje” a casa, y les hizo saber que el homicidio no era crimen federal (aunque el FBI sí tiene cierta competencia en algunos crímenes como los de Martínez) y que no les iba a decir absolutamente nada.

    De acuerdo con algunos oficiales de policía, a Martínez le molestaba hablar del remordimiento.

    Hacia el final de una sesión de entrevistas, Logue, del condado de Tulare, le dijo a Martínez: quiero saber “por qué hiciste lo que hiciste, cómo te sientes al respecto, la sicología de todo este asunto”.

    “¿Sientes algún tipo de remordimiento por lo que hiciste?”, le preguntó.

    Martínez acercó la cabeza. “¿Qué quieres decir con eso?”

    “¿Te arrepientes?”, preguntó Logue.

    Martínez asintió como alumno que conoce la respuesta correcta. “Sí. Ayer vino el cura y hablamos”.

    “Y antes de que hablaras con el cura, ¿estabas arrepentido?”

    “No”, respondió con firmeza, mirando a Logue a los ojos. “Yo a esos tipos los odiaba. Cuando gente así abusa de una niñita...la niñita se va a acordar de eso para siempre, por el resto de su vida, cada vez que vea a un hombre”.

    “¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?”

    Desde su celda en una cárcel de Florida, Martínez le escribe largas y amorosas cartas a sus nietas y a otros miembros de su familia. Las cartas están llenas de consejos que no estarían fuera de lugar en el púlpito de una iglesia o en un libro sobre cómo ser un buen padre, e insisten en la importancia de ser gentil y considerado.

    Mientras tanto, la familia de Martínez, las familias de sus víctimas, y algunos de los policías que finalmente lo obligaron a responsabilizarse de algunos de sus crímenes, aún no logran entender del todo sus acciones.

    La hija de Martínez, que dejó California con su madre y sus hermanos luego de la separación de sus padre, creció creyendo que su padre era un mecánico. Lo recordaba “cubierto de la grasa de los autos que reparaba” y con una sonrisa gigante en el rostro, lleno de amor.

    Luego del asesinato de Ruiz, sin embargo, “me quedó claro de que él era capaz de matar, y eso me dejó con una sensación irreal”. Ella y sus hijos lo visitaban ocasionalmente cuando estaba preso en Alabama y, ahora que está encarcelado en Florida, hablan con él a través de video chat. Lo que las niñas ven es “a un abuelito amoroso, simpático, que se preocupa por ellas y les cuenta historias. No a un asesino en serie. Y así lo veo yo también: como a un padre amoroso”.

    Relata que no se ha metido a indagar en los archivos públicos sobre los asesinatos de su padre, pero ella cree que sus acciones tuvieron que ver con una idea mal llevada de justicia; que sus crímenes fueron actos justicieros contra personas malvadas que estaban lastimando a otros y saliéndose con la suya.

    “Confesó porque estaba cansado. Estaba cansado de esconderse y tener que cuidarse las espaldas”

    Sobre la confesión, ella dice estar segura que se trató de un intento de redención.

    “Confesó porque estaba cansado”, dijo. “Estaba cansado de esconderse y tener que cuidarse las espaldas. Ahora por fin puede respirar tranquilo. Ya no es un hombre libre, pero se liberó de todo lo que tenía en la cabeza”.

    Está convencida de que el tiempo que su padre pasó con ella en Alabama —esa visita que culminó con el asesinato de Ruiz— lo marcó profundamente. “Fue la primera vez que se sintió rodeado por el amor de una familia, y eso lo cambió”.

    Los familiares de las víctimas de Martínez, en cambio, siguen sufriendo. Años y hasta décadas después de los crímenes, sus vidas siguen ensombrecidas por el duelo y el miedo.

    “No somos las mismas personas de antes”, le dijo la madre de una de las víctimas de Martínez a un juez en 2015. “Mi esposo se volvió una persona muy amarga. Durante un tiempo, dejamos de celebrar nuestros cumpleaños, la Navidad, el Año Nuevo. Ya nada era igual. Luego empezamos a reunirnos otra vez en familia. Las cosas empezaban bien, pero terminábamos llorando por él, de tanto que lo extrañábamos”.

    Otra mujer joven, que era apenas una niña cuando Martínez asesinó a su padre, pero que no quiso que usáramos su nombre porque aún le teme a Martínez y a sus cómplices, confiesa que cada noche, durante años, le escribió una carta a su padre. Era un intento desesperado por aferrarse a él y mantener vivo su recuerdo.

    Su familia no sólo padeció dolor emocional sino también dificultades económicas. La familia perdió su hogar y a veces no tenía dinero para comer.

    Hoy, aunque la situación financiera ha mejorado, sigue habiendo un vacío en sus vidas. Hace poco, su hija pequeña le preguntó si ella, al igual que sus amiguitos, tenía un abuelo. Ella sintió el duelo golpearla otra vez.

    El horror la sigue consumiendo. Está obsesionada con historias de asesinos seriales y tiene pavor de quedarse sola en casa. Tan solo escuchar del crimen de su padre la hace caer en un espiral de miedo y desesperación.

    “Mi papá está muerto”, me dice. “¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?”

    PARTE 5: BUZZFEED NEWS DESEMPOLVA EXPEDIENTES SIN RESOLVER

    En los cinco años desde que Martínez comenzó a confesar sus crímenes, las autoridades han utilizado esa información para dar cierre a varios asesinatos que llevaban años sin resolverse. Martínez se ha declarado culpable de nueve asesinatos en California y uno en Alabama. Los dos asesinatos por los que enfrenta juicio en Florida suman un total de doce.

    Varias dependencias policiales han celebrado estos logros y publicado comunicados de prensa en los que presumen la diligencia de su trabajo y el alivio que esto la brinda a los familiares de las víctimas.

    Sin embargo, estos doce homicidios no son ni la mitad del total de asesinatos que Martínez alega haber cometido.

    Martínez le relató a representantes de al menos tres dependencias policiales distintas, que había asesinado al menos a 30 personas. En cierto momento le mostró a policías de Alabama una hoja de papel —que McWhorter aún guarda— donde se enlistaban más de una treintena de víctimas y los nombres de doce estados del país, todo apuntado cuidadosamente a mano. WcWhorter le dijo a BuzzFeed News que había un total de 36 víctimas en la lista.

    La policía reconoce que eso significa que aún hay muchas familias esperando noticias de sus hijos y sus padres. Así que BuzzFeed News intentó hacer lo que muchos oficiales de policía no hicieron cuando las confesiones de Martínez se dieron a conocer al público: reexaminar expedientes sin resolver.

    Algunos de los lugares donde Martínez alega haber matado son ciudades grandes, como Seattle y St. Louis, donde existen tantos asesinatos sin resolver de los años ochenta y noventa, que sería muy difícil identificar casos que correspondan al modus operandi de Martínez.

    Pero Martínez también dijo haber asesinado en condados más pequeños y menos poblados como Salem, Oregón y Twin Falls, Idaho (1985); Walla Walla, Washington (1986); y Waterloo, Iowa (1988). Martínez no dio detalles más allá de lugar y año aproximados, así que BuzzFeed News fue en busca de asesinatos sin resolver para los que existiera un expediente abierto que correspondiera al periodo en cuestión. BuzzFeed News buscó asesinatos similares a otros cometidos por Martínez: hombres de origen latino, abandonados en lejanos campos, acuchillados o baleados.

    De acuerdo con una nota que apareció en el Salem Statesman Journal en 1986, en una tarde lluviosa de octubre de ese mismo año, un adolescente de 15 años llamado Jeromy Landauer estaba pescando cerca de Horseshoe Lake cuando se “topó con un cadáver”.

    El periódico reportó que un “tufo a carne descompuesta flotaba entre los arbustos y los árboles”. Jeromy quien estaba “pálido como un fantasma”, corrió a avisarle a su amigo, y luego llamó a la policía.

    “Dicen que el crimen paga. Entiendes lo que digo, ¿no?"

    El forense médico determinó que la víctima era un hombre de treinta y tantos años, probablemente de origen latino. Estaba atado de manos, lo que indicaba que probablemente lo habían asesinado en alguna otra parte y luego “botado ahí”. La policía también apuntó que la víctima tenía varios tatuajes peculiares, incluyendo uno de un escorpión. En una nota subsiguiente, que incluía una entrevista con un tatuador, se especulaba —sin ofrecer pruebas— que esos tatuajes se los habían hecho o en la cárcel o en México.

    La nota también relataba que el detective Ralph Nicholson, policía veterano con dieciocho años de experiencia, no tenía una sola pista. “Pocos asesinos en mi carrera han dejado tan pocas pistas como este”, declaró el detective en aquella nota.

    Pero no pasó de ahí. Varias notas publicadas a lo largo de los siguientes años informaban que el asesino seguía suelto y que la policía, al parecer, no tenía una sola pista.

    No muy lejos de Twin Falls, Idaho, en el poblado de Buhl, un par de Boy Scouts adolescentes descubrieron, en la primavera de 1985, un esqueleto que pensaron pertenecía a una vaca. Resultó ser el esqueleto de una persona que, de acuerdo con un reporte policial, probablemente murió apuñalada. Las autoridades determinaron que la víctima probablemente era un hombre mexicano o mexicano-americano. Luego de entrevistar a varios granjeros de la zona, concluyeron que el cadáver probablemente fue abandonado ahí en el verano de 1984.

    La policía recibió un torrente de pistas confusas. Entre ellas, que el asesinato involucraba a trabajadores agrícolas, que lo había cometido la Mafia mexicana, que al hombre lo asesinaron en venganza por violación, que era castigo por un hurto de cocaína, que había sido una pelea en un campo agrícola que se salió de control. Muy pronto, las pistas se acabaron.

    Tanto el asesinato en Horshoe Lake, Oregón, como el caso sin resolver en Idaho tenían detalles similares a otros descritos por Martínez en una de sus autobiografías. El año pasado, cuando se le preguntó acerca de esos asesinatos, Martínez respondió: “¿Que si alguno de esos asesinatos me resulta familiar? Sí. ¿Ofrecen alguna recompensa? Podríamos asociarnos para cobrarla. Dicen que el crimen paga. Entiendes lo que te digo, ¿no?”

    Posteriormente, en una entrevista telefónica, Martínez dijo haber cometido el asesinato en Idaho. “El tipo le debía dinero a un traficante, o algo por el estilo”. No recordaba el nombre de la víctima, pero dice que quizá había sido en la primavera de 1984 o 1985.

    ¿Y el cadáver en Horseshoe Lake, Oregón? “A ese lo maté a tiros”, relató Martínez. “Le metí dos balazos con una 9 milímetros, mi arma favorita”.

    Añadió que le había dicho lo mismo al detective Mike Myers de la oficina del sheriff del condado de Marion, Oregón. Él lo visitó en Florida a finales de febrero o principios de marzo: casi 30 años después del asesinato en Horseshoe Lake, pero muy poco tiempo después de que BuzzFeed News contactara al departamento de policías para hacer preguntas. Según Martínez, Myers llegó al interrogatorio con un fajo de papeles y muchísimas preguntas.

    Myers se declinó a comentar. Nicholson, el primer detective en investigar el caso, no respondió a mensajes telefónicos. Tampoco fue posible localizar a Jeromy Landauer, el adolescente de quince años que descubrió el cadáver. En un e-mail, el oficial de información pública de la oficina del sheriff escribió: “Lamentablemente aún no puedo ofrecer ningún tipo de información acerca de este caso”.

    En una entrevista telefónica, Martínez añadió algo escabroso: que al hombre que asesinó en Oregón “lo había matado por error”. Ese hombre “no tenía nada que ver”. Fue la segunda vez que le pasó algo así, según él.

    Existen, posiblemente, muchísimas pistas más.

    Martínez relata haber botado tres cadáveres en el condado de Tulare. No quiso dar nombres ni detalles, pero esbozó un mapa.

    Oficiales de policía obtuvieron una excavadora y visitaron el sitio. Llevaron un perro detector de cadáveres que les prestó el condado de Los Ángeles. Los perros detectaron un aroma, pero no donde Martínez les había dicho, según él, sino en otro sitio. Ahí es donde los policías excavaron, sin encontrar nada.

    Martínez insiste que los cuerpos siguen ahí y, en una de sus cartas, prometió revelar el sitio exacto de la tumba muy pronto. “Prepárate para viajar a Richgrove”, me escribió. “Vas a tener que llevar una pala y unos fotógrafos”. Añadió, sin remordimientos, que no iba a solventar gastos funerarios.

    “Eestuvieron muy cerca de atraparme”

    En la cárcel, Martínez tiene otro pasatiempo: pasa las horas leyendo los reportes policiales de sus asesinatos y revisando los errores policiales.

    A los oficiales que mejor conoce es a los de Tulare. A lo largo de varios años, lo arrestaron numerosas veces por crímenes menores. También lo interrogaron por asesinatos, inspeccionaron sus autos, decomisaron sus armas y hablaron con varios miembros de su familia. Pero nunca lograron comprobar sus crímenes.

    “Siempre lo he dicho y siempre lo diré: los sheriffs del condado de Tulare son unos estúpidos”, escribió en una carta.

    El departamento policial que hizo el mejor trabajo, dice, fue el de la oficina del sheriff del condado de Santa Bárbara. Luego del asesinato de Ayon en Santa Ynez, en 1982, “estuvieron muy cerca de atraparme, los malditos”, dice.

    En efecto, el expediente de ese asesinato comprende casi una década de información. Los oficiales que investigaron el caso incluyen a Bruce Correll, quien luego asesoró a la exitosa escritora de novelas de misterio Sue Grafton, cuyo personaje, el detective privado Kinsey Millhore, recorre el poblado ficticio de “Santa Anna” en busca de crímenes sin resolver. Los oficiales de policía visitaron distintos condados, incluyendo Fresno, Del Norte y Tulare, la tierra de origen de Martínez. Allanaron casas en el condado de Los Ángeles, donde encontraron fajos de billetes; “recibos de relojes Rolex”; “varios pares de botas de vaquero fabricadas con pieles exóticas”; y municiones para numerosas armas, incluyendo más de 100 balas de AK-47. A un mes del asesinato, los detectives de Santa Barbara ya habían identificado una posible conexión entre el asesinato ocurrido en su condado y otro sucedido en el condado de Tulare, y que Martínez confesaría. En julio de 1991, detectives de Santa Bárbara incluso visitaron el hogar de la familia Martínez en Richgrove para interrogar a un testigo.

    “Martínez era profesional, pero también tuvo suerte”, comenta Correll, quien se jubiló en 2002 de su puesto como jefe adjunto del Departamento del Sheriff de Santa Bárbara, y desde entonces investiga el caso del “Golden State Killer”.

    “Martinez era bueno pero también tenía suerte”

    Al final, la oficina del sheriff de Santa Bárbara sí detuvo a un sospechoso y lo entregó a las autoridades mexicanas. Pero no logró arrestar a Martínez.

    A McWhorter le pareció que el desenlace de todo fue un poco irónico, y recuerda haber hablado al respecto con Martínez. “Nunca te atraparon en las ciudades grandes. No es hasta que viajas al condado de Lawrence, en Alabama, que te atrapan”.

    McWhorter relata que Martínez se echó a reír. Luego le dijo que no dejara que el orgullo se le subieran a la cabeza. La única razón por la que lo había atrapado fue porque cometió un error: dejó vivo a Romero.

    Repitiendo las palabras de casi todos los detectives que investigaron los crímenes de Martínez, McWhorter dice que nunca conoció a un criminal igual que él. “Voy a ser honesto contigo: cuando se puso a hablar de todos los demás asesinatos, lo único que me hacía falta era una bolsa de palomitas de maíz. Lo escuchamos en total silencio”, relató McWhorter.

    McWhorter compartió otra teoría: cree que Martínez “estaba muy orgulloso de lo que había hecho”. Y que, dado que ya lo habían atrapado, ahora tenía la oportunidad de hacerse famoso.

    McWhorter también logró cierta fama gracias al caso de Martínez. Lo citaron en periódicos y, luego de la confesión de Martínez, lo invitaron como ponente en una conferencia policial. Recientemente, sin embargo, lo despidieron del departamento de policías luego de una serie de acusaciones y contraacusaciones. McWhorter ha solicitado una investigación para limpiar su reputación.

    Martínez, a quien McWhorter dedicó mucho tiempo y atención, parece estar haciendo lo propio con el detective. Desde su celda, Martínez lo ha estudiado con minucia y ha obtenido bastante información sobre él, incluyendo información salarial, el nombre de su padre y datos sobre su lugar de residencia.

    ¿Qué pensaba del hombre que lo capturó? Martínez respondió sin rodeos: “Es un ojete”. También aclaró que McWhorter no lo había capturado. “Quería interrogar a mi nieta, que es una niña, y eso no me gustó. Por eso estoy en la cárcel: porque volví”.

    Aclara que la decisión de confesar fue de último momento.

    “Mi plan era buscarlo y meterle unos balazos.” ●


    Notas sobre las fuentes: Este reportaje es producto de docenas de entrevistas realizadas a policías de todo Estados Unidos y a residentes de los condados de Tulare y Kern, y de las cartas intercambiadas y entrevistas en prisión con José Manuel Martínez y con otros miembros de su familia. Se analizaron miles de páginas de expedientes judiciales y policiales, así como registros de grabaciones de audio y video de California, Florida y Alabama.

    Créditos de la portada: Ilustración por Federico Yankelevich para BuzzFeed News; Marion County via FOIA (5).

    Este post fue traducido del inglés.