Cómo los millennials se convirtieron en la generación agotada

    No entendía por qué las tareas pequeñas y simples en mi lista de pendientes parecían tan imposibles de completar. La respuesta es más compleja y a la vez más simple de lo que esperaba.

    "Intenté registrarme para las elecciones del 2016, pero cuando intenté hacerlo la fecha límite ya había pasado", explicó Tim, un hombre de 27 años, a la revista New York el otoño pasado. "Odio enviar cosas por correo; me genera ansiedad". Tim mencionaba las razones por las que él, al igual que otros 11 millennials que fueron entrevistados por la revista, probablemente no votarían en las elecciones intermedias de Estados Unidos en 2018. "El trabajo, lógicamente, no es mucho", continuó. "Llenar un formulario, enviarlo por correo, ir un día específico a un lugar específico. Pero ese tipo de tareas pueden ser difíciles para mí si no me entusiasman".

    Tim admite que unos amigos le ayudaron a registrarse para votar y planeaba hacerlo en las elecciones intermedias. Pero, a pesar de que en su caso el problema era causado en parte por su TDAH, su explicación generó la reacción que es tendencia actualmente: criticar la incapacidad de los millennials para realizar tareas aparentemente básicas. Crece de una vez, esa es la opinión general. La vida no es tan dura. "Así que así es como acaba el mundo", tuiteó Matt Fuller, reportero del Congreso del HuffPost, "No con un gran evento sino con un montón de millennials que no saben enviar cosas por correo".

    Las explicaciones como las que da Tim están en el centro de la reputación de los millennials: Somos mimados, holgazanes y fracasamos en lo que ha pasado a conocerse como "adultear" (en inglés, "adulting"), una palabra inventada por los millennials para englobar las tareas propias del modo de vida autosuficiente. Los comentarios sobre "adulting" con frecuencia parecen manifestaciones de sorpresa que surgen desde una posición de privilegio ante las realidades de... pues, la vida: que tienes que pagar las cuentas e ir al trabajo; que tienes que comprar comida y cocinarla si quieres comerla; que las acciones tienen consecuencias. "Adultear" es difícil porque la vida es difícil o, como señala a sus lectores un artículo de Bustle, "todo es difícil si quieres verlo así".

    A los millennials les encanta quejarse de otros millennials que les dan mala fama. Pero mientras leía con furia sobre la ansiedad que este chico de 27 años sentía respecto de ir a la oficina de correos, yo estaba metida profundamente en una tendencia que he desarrollado en los últimos cinco años y que llamo "parálisis de tareas pendientes". Añadía algo a mi lista semanal de tareas pendientes y lo iba pasando de una semana a otra, por lo que la tarea me atormentaba durante meses.

    Ninguna de estas tareas era difícil: llevar cuchillos a afilar, llevar un par de botas al zapatero, comprar una nueva placa para mi perro, enviarle a alguien una copia firmada de mi libro, concertar una cita con el dermatólogo, donar libros a la biblioteca, pasarle la aspiradora a mi coche. Un puñado de correos electrónicos, uno de un querido amigo, uno de un antiguo alumno preguntándome cómo iba mi vida; se enconaban en mi bandeja de entrada, que uso como una lista de pendientes alternativa y a la que comencé a llamar "la bandeja de entrada de la vergüenza".

    No es que estuviera holgazaneando con el resto de mi vida. Estaba publicando historias, escribiendo dos libros, preparando comidas, llevando a cabo una mudanza al otro lado del país, planeando viajes, pagando mis préstamos estudiantiles y haciendo ejercicio regularmente. Pero cuando se trataba de tareas rutinarias de prioridad media, esas que no harían más fácil mi trabajo ni lo mejorarían, las evitaba.

    Mi vergüenza por estas tareas crecía a medida que pasaban los días. Me recordaba que mi mamá básicamente siempre estaba haciendo mandados. ¿Lo disfrutaba? No, pero lo hacía. Entonces, ¿por qué yo no podía hacerlo, especialmente cuando las tareas podían, a simple vista, completarse con facilidad? Me di cuenta de que la gran mayoría de estas tareas tiene un denominador común: El beneficiario principal soy yo, pero no de una manera que vaya a mejorar drásticamente mi vida. Parecen tareas que requieren un gran esfuerzo y tienen una recompensa mínima, y me paralizan de una manera que no se aleja mucho de cómo Tim, el millennial, se paralizaba cuando tenía que registrarse para votar.

    Ya no somos adolescentes irresponsables; somos adultos hechos y derechos, y los desafíos a los que nos enfrentamos no son fugaces, sino sistémicos.

    Tim y yo no estamos solos en esta parálisis. El proceso increíblemente confuso (a propósito) y de varios pasos para presentar los formularios de reembolso del seguro por cada semana de terapia frustraba tanto a mi pareja que durante meses simplemente no los envió... y asumió la deuda de más de $1000. Otra mujer me contó que hacía más de un año que tenía un paquete que debía enviar por correo en una esquina de su cuarto. Un amigo admitió haber perdido cientos de dólares en ropa que no le queda bien porque no fue a devolverla. La parálisis de las tareas pendientes y la ansiedad de la oficina de correos son diferentes manifestaciones del mismo mal.

    Durante los últimos dos años he ignorado las advertencias, de parte de editores, de mi familia, de mis compañeros; de que es posible que me esté acercando al síndrome del agotamiento. Yo pensaba que el síndrome del agotamiento era algo con lo que debían lidiar los trabajadores humanitarios, los abogados poderosos o las personas que hacen periodismo de investigación. Era algo que podía tratarse pasando una semana en la playa. Yo seguía trabajando, seguía haciendo otras cosas... obviamente, no estaba agotada.

    Pero a medida que intentaba comprender mi parálisis de las tareas pendientes, los síntomas del síndrome del agotamiento comenzaron a revelarse. El síndrome del agotamiento y los comportamientos y peso que lo acompañan no pueden, de hecho, curarse con unas vacaciones. No solo afecta a trabajadores en ambientes de estrés extremadamente alto y no es un mal temporal: es la condición de los millennials. Es nuestra temperatura base. Es nuestra música de fondo. Es como son las cosas. Es nuestra vida.

    Darme cuenta de esto cambió mi perspectiva sobre mis problemas recientes: ¿Por qué no puedo completar estas tareas rutinarias? Porque estoy agotada. ¿Por qué estoy agotada? Porque he adoptado la idea de que debería estar trabajando todo el tiempo. ¿Por qué he adoptado esa idea? Porque todo en mi vida ha reforzado esa idea, explícita e implícitamente, desde que era joven. La vida siempre ha sido difícil, pero muchos millennials no están preparados para lidiar con las maneras particulares en que se ha vuelto difícil para nosotros.

    ¿Y ahora qué? ¿Debería meditar más, exigir más días de vacaciones, delegar tareas en mi relación, dedicarme al autocuidado e implementar el uso de temporizadores en las redes sociales? En otras palabras, ¿puedo optimizarme para realizar esas tareas rutinarias y, teóricamente, curar mi síndrome del agotamiento? A medida que llegamos a los 30, los millennials nos hemos hecho una y otra vez la misma pregunta y seguimos sin una respuesta satisfactoria. Pero quizás sea porque esa no es la pregunta correcta.

    Durante la última década, la palabra “millennial” ha sido utilizada para describir y señalar qué está bien y cuáles son los problemas de los jóvenes, pero en el 2019, los millennials ya son bastante adultos: Los más jóvenes tienen 22; los más grandes, como yo, rondan los 38. Esto necesitó de un cambio en la manera en que las personas dentro y fuera de nuestra generación formulan sus críticas. Ya no somos adolescentes irresponsables; somos adultos hechos y derechos, y los desafíos a los que nos enfrentamos no son fugaces, sino sistémicos.

    Muchos de los comportamientos que se le atribuyen a los millennials pertenecen a un subconjunto específico de personas, en su mayoría blancas y de clase media, nacidas entre 1981 y 1996. Pero incluso si eres un millennial que no creció en una posición de privilegio, has sido afectado por los cambios sociales y culturales que han dado forma a la generación. Nuestros padres, una mezcla de "boomers" jóvenes y miembros más grandes de la Generación X, nos criaron en una época relativamente estable económica y políticamente. Como ocurrió con la generaciones anteriores, existía una expectativa de que la siguiente generación estaría mejor que la anterior, tanto en términos de salud como de finanzas.

    Pero a medida que los millennials llegaron a mediados de la edad adulta, ese pronóstico demostró ser falso. Financieramente, la mayoría de nosotros estamos mucho más atrasados que nuestros padres cuando tenían nuestra edad. Tenemos muchos menos ahorros, mucho menos capital, mucha menos estabilidad y mucha mucha más deuda estudiantil. La "generación más grande" pasó por la Depresión; los "boomers" pasaron por la era dorada del capitalismo; la Generación X pasó por la desregulación y la economía del derrame. ¿Y los millennials? Tenemos los capitales de riesgo, pero también pasamos por la crisis financiera de 2008, el declive de la clase media, el alza del 1 %, el deterioro constante de los sindicatos y del empleo estable a tiempo completo.

    A medida que las empresas se hicieron más eficientes y mejores para producir ganancias, la generación siguiente tuvo que posicionarse para competir. No podíamos simplemente aparecer con un diploma y esperar obtener y conservar un trabajo que nos permitiera retirarnos a los 55. Es un cambio marcado en comparación con las generaciones anteriores, los millennials teníamos que optimizarnos para ser los mejores trabajadores posibles.

    Y ese proceso comenzó muy temprano. En Kids These Days: Human Capital and the Making of Millennials, Malcolm Harris señala las muchas maneras en las que nuestra generación ha sido capacitada, adaptada, preparada y optimizada para el trabajo, primero en la escuela primaria y luego en la secundaria, desde que éramos niños pequeños.
    "La gestión de riesgos solía ser una práctica de negocios", escribe Harris, "ahora es nuestra estrategia dominante para la crianza de niños". Dependiendo de tu edad, esta idea se aplica a lo que nuestros padres nos dejaban o no nos dejaban hacer (jugar en estructuras "peligrosas" en el área de juegos, salir sin celulares, conducir sin un adulto en el coche) y cómo nos permitían hacer lo que sí hacíamos (aprender, explorar, comer, jugar).

    Harris señala que las prácticas que ahora vemos como estándar eran una forma de "optimizar" los juegos de los niños, una actitud a menudo llamada "crianza intensiva". Salir a jugar en tu calle se ha convertido en reuniones de juego supervisadas. Las guarderías poco estructuradas se han convertido en el pre-preescolar. Los juegos improvisados y al aire libre en el barrio se han convertido en torneos de liga altamente regulados y organizados que se llevan a cabo durante todo el año. La energía no canalizada (diagnosticada como hiperactividad) fue tratada y disciplinada.

    No tratábamos de romper el sistema, porque no nos habían criado así. Tratábamos de ganar.

    Mi niñez, a fines de los ochenta y principios de los noventa, solo resultó definida de manera parcial por este tipo de optimización y monitoreo de los padres, en parte porque yo vivía en un pueblo rural en el norte de Idaho, donde no había muchas de esas actividades estructuradas. Pasaba mi tiempo de recreo jugando en el (¡peligrosísimo!) subibaja y en el carrusel. Usaba casco cuando andaba en bicicleta y en patineta, pero mi hermano y yo éramos los únicos niños que lo hacían. No hice pasantías en la escuela secundaria ni en la universidad porque todavía no eran un componente estandarizado de esas experiencias. Fui a clases de piano por diversión, no por mi futuro. No tuve una clase de preparación para el examen de admisión universitaria. Tomé la única clase avanzada disponible para mí, escribí solicitudes de admisión para universidades (¡en papel, a mano!) con base en folletos y cortas reseñas que saqué de un libro de "Las mejores universidades".

    Pero ese fue el comienzo del fin de esa actitud hacia la crianza, hacia el tiempo libre de los niños y hacia la elección de una universidad. Y no solo entre los estereotípicos padres helicóptero burgueses y cultos: Además de la "crianza intensiva", los padres millennials también se caracterizan por su comportamiento "vigilante", mediante el cual, como dice la socióloga Linda M. Blum, "la constante vigilancia y defensa de una madre con su hijo asume el deber de un misión ética única".

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    Recientes investigaciones han descubierto que el comportamiento "vigilante" trasciende las razas y las líneas de clase. Quizás, una familia suburbana de clase alta haga todo lo posible para que su hijo sea admitido a una universidad de prestigio, mientras que una mamá que no pudo ir a la universidad haga todo lo posible para que su hija sea la primera de la familia en ir a la universidad. Los objetivos son algo diferentes, pero la supervisión, la actitud, la evaluación de riesgos y la campaña para que ese niño consiga ese objetivo son muy similares.

    No fue hasta después de la universidad que comencé a ver los resultados de esas actitudes en acción. Cuatro años después de la graduación, los exalumnos se quejaban de que la universidad se hubiese llenado de "nerds": ¡Ya nadie sale de fiesta los martes! Me reí de la eterna frase: Estos chicos, qué tontos son, nosotros éramos mucho más 'cool'; pero no fue hasta que volví al campus años después como profesora que me di cuenta cuán fundamentalmente diferente era la mirada de estos estudiantes hacia la universidad. Seguía habiendo molestos chicos de fraternidades y elegantes chicas de hermandades estudiantiles, pero eran mucho más aplicados de lo que habían sido mis compañeros. Se saltaban menos clases. Asistían religiosamente a sus asesorías. Mandaban correos electrónicos a toda hora. Pero también estaban desesperados y ansiosos por obtener la mejor nota, se quedaban paralizados ante la idea de graduarse y con frecuencia se sentían frustrados ante las tareas que requerían creatividad. Habían sido guiados de cerca toda su vida y querían que yo también los guiase. En un palabra, estaban asustados.

    Todo alumno de último año tiene, hasta cierto punto, miedo del futuro, pero esto estaba a otro nivel. Cuando mi clase y yo terminamos nuestra experiencia en las artes liberales, nos dispersamos hacia trabajos temporales: Yo trabajé en una hacienda turística; otra amiga cuidó niños durante el verano; uno consiguió trabajo en una granja en Nueva Zelanda; otros se hicieron guías de canotaje y de ahí pasaron a instructores de esquí. No pensábamos que nuestro primer trabajo fuese importante; solo era un trabajo y, eventualmente y de forma indirecta, nos llevaría a El Trabajo.

    Pero estos estudiantes estaban convencidos de que su primer trabajo luego de graduarse no solo determinaría la trayectoria de sus carreras, sino su valor intrínseco para el resto de sus vidas. A una estudiante cuyas decenas de solicitudes para pasantías y becas no habían dado resultado, le dije que debía mudarse a un lugar divertido, conseguir cualquier trabajo y descubrir qué le interesaba y qué tipo de trabajo no quería hacer... una sugerencia que ocasionó su llanto. "¿Pero qué le digo a mis padres?", dijo. "¡Quiero un trabajo increíble, que me apasione!".

    Esas expectativas resumen el proyecto de crianza millennial, en el que los estudiantes adoptan la necesidad de encontrar un trabajo que haga que sus padres se vean bien (estable, bien pagado, reconocible como un "buen trabajo"), que además impresione a sus compañeros (en una empresa "cool") y que cumpla con lo que, según les han dicho, es el objetivo final de toda esa optimización en su niñez: trabajar en algo que les apasione. El hecho de que se trate de un trabajo como deportista profesional, administrador de redes sociales para una famosa tienda de ropa, programador en una empresa nueva o socio en un estudio de abogados parece importar menos que el hecho de cumplir con todos esos requisitos.

    O al menos esa es la teoría. ¿Y qué ocurre cuando los millennials comienzan a buscar ese santo grial de las carreras (y comienzan a "adultear") pero no se siente para nada como el sueño que les prometieron?

    Como le ocurrió a la mayoría de los millennials más grandes, mi propia carrera laboral estuvo marcada por dos catástrofes financieras. A comienzos de la década del 2000, cuando muchos de nosotros llegábamos por primera vez a la universidad o entrábamos a la fuerza laboral, la burbuja puntocom, formada por todas esas grandes empresas tecnológicas, estalló. Los derrumbes financieros resultantes no fueron tan amplios como la crisis del 2008, pero provocaron un ajuste en el mercado laboral e hicieron colapsar el mercado de valores, lo que afectó indirectamente a los millennials que contaban con las inversiones de sus padres para pagar la universidad. Cuando me gradué con un título en artes liberales en el 2003 y me mudé a Seattle, la ciudad seguía siendo asequible, pero no había muchos trabajos especializados disponibles. Trabajé cuidando niños, un compañero de cuarto trabajó como asistente, un amigo recurrió a vender lo que luego se conocería como "créditos subprime".

    Esos dos años cuidando niños fueron difíciles; me sentía atontada del aburrimiento y tenía que viajar una hora de ida y una de vuelta para ir al trabajo; pero esa fue la última vez que recuerdo no sentirme agotada. Tenía un teléfono celular, pero ni siquiera podía enviar mensajes de texto; revisaba mi correo electrónico una vez al día en la computadora de escritorio que mi amigo tenía en su cuarto. Como había conseguido el trabajo a través de una agencia de niñeras, mi contrato incluía asistencia médica, días de permiso por enfermedad y vacaciones pagadas. Ganaba $32 000 al año y pagaba $500 al mes de alquiler. No tenía deudas estudiantiles de la universidad ni por la compra de mi coche. No ahorraba mucho, pero tenía dinero para ir al cine y salir a comer. Me sentía poco estimulada intelectualmente, pero era buena en mi trabajo (cuidar de dos niños) y estaba muy claro cuáles eran mis horarios de trabajo.

    Luego, esos dos años terminaron y mi grupo de amigos comenzó el éxodo hacia la escuela de posgrado. Nos anotamos en doctorados, en escuelas de leyes, medicina y arquitectura, en maestrías en educación y administración de empresas. No es que estuviéramos hambrientos de más conocimiento. Estábamos hambrientos de trabajos estables de clase media; y nos habían dicho, correctamente o no, que solo podríamos acceder a esos trabajos a través de la escuela de posgrado. Cuando entramos a la escuela de posgrado y la microgeneración que nos seguía salía de la universidad y entraba a la fuerza laboral, se desató la crisis financiera del 2008.

    Nunca pensé que el sistema fuese equitativo. Sabía que solo unos pocos podían ganar. Simplemente creía que podía seguir optimizándome hasta convertirme en uno de ellos.

    La crisis afectó, de una forma u otra, a todos, pero la manera en que afectó a los millennials es fundacional: siempre ha definido nuestra experiencia del mercado laboral. Trabajadores más experimentados y nuevos desempleados llenaban los puestos de trabajo básicos o de nivel inicial, que previamente habían estado reservados para los recién graduados. No encontrábamos trabajo o solo encontrábamos trabajos de medio tiempo, trabajos sin beneficios o trabajos que, en realidad, eran varios trabajos temporales amontonados en un solo puesto. A causa de esto, volvimos a mudarnos con nuestros padres, conseguimos compañeros de cuarto, volvimos a la universidad, intentamos hacer que funcionara. Después de todo, seguíamos siendo solucionadores de problemas, y nos habían enseñado que si simplemente trabajábamos más duro, todo saldría bien.

    A simple vista, salió todo bien. La economía se recuperó. La mayoría volvimos a mudarnos de la casa de nuestros padres. Encontramos trabajo. Pero lo que no pudimos encontrar fue seguridad financiera. Como la educación (la escuela de posgrado, la universidad, la formación profesional y la educación en línea) estaba establecida como la mejor y única manera de sobrevivir, muchos de nosotros terminamos esos programas con deudas de préstamos que nuestras perspectivas de empleo no pudieron compensar. La situación era aún más funesta si recurrías a la educación privada, donde el promedio de deuda total por un título de cuatro años es de $39 950 y las perspectivas de empleo tras la graduación son aún más nefastas.

    A medida que avanzaba en la escuela de posgrado, sumaba más y más deudas que, como muchas personas de mi generación, racionalizaba como el único medio para conseguir el objetivo final de 1) un "buen" trabajo que 2) fuera o sonara genial y 3) me permitiera seguir mi "pasión". En este caso se trataba de un trabajo de tiempo completo como profesora en ciencias de la información, con posibilidad de obtener la titularidad permanente. En el pasado, conseguir un doctorado era en general una empresa libre de deudas: Los académicos se esforzaban para conseguir el título mientras trabajaban como ayudantes de cátedra, lo que cubría el costo de vida y reducía el costo de la matrícula.

    Ese modelo comenzó a cambiar en la década de los ochenta, especialmente en universidades públicas que se vieron forzadas a compensar por los recortes en el presupuesto del estado. Pagarle a un ayudante de cátedra era mucho más barato que tener un profesor titular fijo, así que las universidades no solo mantuvieron sus programas de doctorado, sino que los expandieron, aunque la disminución de los fondos no permitía pagar apropiadamente a esos estudiantes. Aún así, cientos de estudiantes de doctorado se aferraron a la idea de una carrera como profesores con la posibilidad de convertirse en titulares permanentes. Y mientras más ajustado se volvía el mercado académico, más duro trabajábamos. No tratábamos de romper el sistema, porque no nos habían criado así. Tratábamos de ganar.

    Nunca pensé que el sistema fuese equitativo. Sabía que solo unos pocos podían ganar. Simplemente creía que podía seguir optimizándome hasta convertirme en uno de ellos. Y me ha llevado años comprender las verdaderas consecuencias de esa forma de ver las cosas. Había trabajado duro en la universidad, pero como una millennial grande, las expectativas laborales eran moderadas. Nos gustaba decir que trabajábamos mucho y nos divertíamos mucho, y había límites claros entre esas actividades. Entonces, la escuela de posgrado es donde aprendí a trabajar como una millennial, es decir, todo el tiempo. Mi nuevo lema era "Todo lo bueno es malo, todo lo malo es bueno": Lo que se suponía que era agradable (el tiempo libre, no trabajar) parecía malo porque me sentía culpable si no trabajaba; lo que se suponía que era "malo" (trabajar todo el tiempo) se sentía bien porque estaba haciendo lo que pensaba que debía y necesitaba hacer para tener éxito.

    Permitimos que las compañías nos traten mal porque no tenemos otra opción. No renunciamos. Nos convencemos de que no estamos esforzándonos lo suficiente. Y buscamos un segundo trabajo.

    En mi programa de maestría, es muy posible que los estudiantes de posgrado fuesen explotados, pero estábamos sindicados y lo compensábamos de forma que era posible terminar el programa sin deudas. Nuestro seguro de salud era bueno; el tamaño de las clases era manejable. Pero todo eso cambió en mi programa de doctorado en Texas, un estado del "derecho al trabajo" en el que los sindicatos, si existían, no tenían poder de negociación. Me pagaban lo suficiente para cubrir un mes de alquiler en Austin con $200 de sobra para todo lo demás. Daba clases a grupos de hasta 60 estudiantes yo sola. Los únicos de mi grupo que no tuvieron que pedir préstamos estaban en pareja con personas con trabajos "de verdad" o tenían dinero de sus familias; la mayoría cargábamos con la deuda por el privilegio de prepararnos para unas posibilidades de empleo nulas. O seguíamos trabajando o fracasábamos.

    Así que aceptamos esos préstamos con la promesa de parte del gobierno federal de que si después de la graduación entrábamos a un área de la administración pública (por ejemplo, dábamos clases en la escuela o la universidad) y pagábamos un porcentaje de los préstamos a tiempo durante 10 años, el resto de la deuda sería anulada. El año pasado (el primero en el que los graduados elegibles podían solicitar la anulación) solo el 1 % de las solicitudes fueron aceptadas.

    Cuando hablamos de la deuda estudiantil de los millennials, no solo hablamos de los costos que no permiten a los millennials participar de "instituciones" estadounidenses como ser dueños de su propia casa o comprar diamantes. También nos referimos al costo psicológico de darse cuenta de que algo que te dijeron y que llegaste a creer que "valdría la pena" (valdría los préstamos, el trabajo, la optimización personal), no lo vale realmente.

    Una de las cosas que hace que comprender esto duela aún más es ver cómo otros viven sus vidas aparentemente geniales, apasionantes y que satisfactorias en línea. Todos sabemos que lo que vemos en Facebook o Instagram no es "real", pero eso no significa que no nos juzguemos a nosotros mismos con base a eso. Creo que los millennials no sienten tanta envidia por los objetos o pertenencias de otros en las redes sociales como por las experiencias holísticas que allí se representan, el tipo de cosas que hacen que la gente comente: Quiero tu vida. Esa envidiable mezcla de tiempo libre y viajes, la acumulación de mascotas e hijos, los paisajes habitados y la comida que consumen no solo parecen deseables, sino equilibrados, satisfechos y no afectados por el agotamiento.

    Y aunque el trabajo en sí raras veces se muestra, siempre está ahí. De vez en cuando es fotografiado como un lugar divertido o loc siempre placentero y gratificante. Pero la mayor parte del tiempo, es aquello de lo que intentas alejarte: Trabajaste duro para disfrutar de la vida.

    No es un mal temporal: es la condición de los millennials. Es nuestra temperatura base. Es nuestra música de fondo. Es como son las cosas. Es nuestra vida.

    Las publicaciones de las redes sociales, particularmente Instagram, son, por lo tanto, prueba de los frutos del trabajo duro y gratificante y del trabajo en sí. Las fotos y videos que más envidia producen son los que sugieren que se ha logrado un equilibrio perfecto (¡Trabaja mucho, diviértete mucho!). Pero, por supuesto, no es el caso para la mayoría de nosotros. Después de todo, publicar en las redes sociales es una forma de convertir nuestras propias vidas en una narración: cómo nos decimos a nosotros mismos que son nuestras vidas. Y cuando no sentimos la satisfacción que nos han dicho sentiríamos con un buen trabajo que nos hace sentir "satisfechos", en equilibrio con una vida personal que también lo hace, la mejor forma de convencerte de que sí lo sientes es ilustrarlo para los demás.

    Para muchos millennials, una presencia en las redes sociales (en LinkedIn, Instagram, Facebook o Twitter) también se ha convertido en una parte integral de conseguir y mantener un trabajo. El ejemplo más "puro" es el influencer de las redes sociales, cuya única fuente de ingresos es la interpretación y la mediación del yo en línea. Pero las redes sociales también son los medios a través de los cuales muchos "trabajadores del conocimiento", es decir, personas que manejan, procesan o interpretan información, se promocionan y definen su marca personal. Los periodistas utilizan Twitter para enterarse de otras historias, pero también lo usan para desarrollar su marca personal y ganar seguidores que pueden usar como palanca; las personas no solo usan LinkedIn para publicar su currículum y crear una red de contactos, sino también para publicar artículos que encajen con su personalidad (¡y su marca!) como administradores o emprendedores. Los millennials no son los únicos que lo hacen, pero nosotros lo perfeccionamos y por ende establecimos los estándares para los que lo hacen.

    La "creación de una marca" es una expresión apropiada para referirse a este trabajo, ya que señala en qué se convierte el yo millennial: un producto. Y, como ocurría en nuestra infancia, el trabajo de optimizar una marca personal desdibuja los límites que quedaban entre el trabajo y el tiempo libre. No hay "horas libres" cuando a toda hora podrías estar documentando las experiencias que van con tu marca o tuiteando observaciones que van con tu marca. El advenimiento de los teléfonos inteligentes libera a estos comportamientos de cualquier conflicto y por lo tanto los hace más dominantes y más estandarizados. En los comienzos de Facebook, tenías que sacar fotos con tu cámara digital, subirlas a la computadora y publicarlas en álbumes. Ahora, tu teléfono es una cámara sofisticada, siempre lista para documentar cada parte de tu vida (en fotos fácilmente manipulables, en videos cortos, en actualizaciones constantes en las Historias de Instagram) y facilitar el trabajo de interpretar al yo para el consumo público.

    "Adultear" es completar tu lista de tareas, pero en esa lista va todo, y la lista nunca se termina.

    Pero el teléfono también es, de manera igualmente esencial, una cadena que nos une al lugar de trabajo "real". El correo electrónico y el Slack hacen que los empleados siempre estén accesibles y dispuestos a trabajar, incluso después de los límites de los horarios de oficina tradicionales del trabajo pago. Los intentos de los empleadores de evitar el trabajo "fuera de horario" fallan, pues los millennials los interpretan no como un permiso para dejar de trabajar, sino como una oportunidad para distinguirse más, estando disponibles de todas formas.

    "Se nos anima a armar estrategias y planes para encontrar lugares, horarios y roles en los que podamos trabajar efectivamente", escribe Harris, el autor de Kids These Days. "La eficiencia es nuestro propósito existencial y somos una generación de herramientas cuidadosamente afiladas, formadas a partir de embriones para ser eficientes máquinas de producción".

    Pero como señala el sociólogo Arne L. Kalleberg, se suponía que esa eficiencia nos diera más seguridad laboral, más paga, quizás hasta más tiempo libre. Es decir, mejores trabajos.

    Sin embargo, mientras más trabajamos y más demostramos lo eficientes que somos, nuestros trabajos se volvieron peores: sueldos más bajos, peores beneficios, menos seguridad laboral. Nuestra eficiencia no ha opuesto resistencia al estancamiento de los salarios; nuestra perseverancia no nos ha hecho más valiosos. En todo caso, nuestro compromiso con el trabajo, sin importar cuán explotador, simplemente ha alentado y facilitado nuestra explotación. Permitimos que las compañías nos traten mal porque no tenemos otra opción. No renunciamos. Nos convencemos de que no estamos esforzándonos lo suficiente. Y buscamos un segundo trabajo.

    Toda esta optimización (de niños, en la universidad, en línea) culmina en la condición millennial dominante, sin importar la clase social, la raza o la ubicación: el síndrome del agotamiento. Este síndrome fue reconocido como diagnóstico psicológico por primera vez en 1974 por el psicólogo Herbert Freudenberger, que lo aplicó a casos de "colapso físico o mental causado por el exceso de trabajo o el estrés". El síndrome del agotamiento se encuentra en una categoría muy diferente al "agotamiento", aunque están relacionados. El agotamiento implica llegar al punto en el que ya no puedes seguir; el síndrome del agotamiento implica llegar a ese punto y obligarte a seguir, ya sea por días o semanas o años.

    Lo que es peor, el sentimiento de logro que se desprende de una tarea agotadora (¡Aprobar el examen final! ¡Terminar ese enorme proyecto grupal!) no llega nunca. "El agotamiento que se experimenta en el síndrome combina un intenso deseo de llegar a un estado de finalización con la angustiante sensación de que no es posible, de que siempre habrá alguna exigencia o ansiedad o distracción que no puede silenciarse", escribe Josh Cohen, un psicoanalista que se especializa en este síndrome. "Te sientes así cuando has agotado todos tus recursos internos y aún así no puedes librarte de la compulsión nerviosa de seguir de todos modos".

    En sus escritos sobre el síndrome del agotamiento, Cohen señala que esto tiene sus antecedentes: el "melancólico hastío con el mundo", como él lo llama, es mencionado en el Libro del Eclesiastés, es diagnosticado por Hipócrates y es endémico del Renacimiento, un síntoma del desconcierto ante la sensación de "cambio incesante". A fines de la década del 1800, la "neurastenia", o agotamiento nervioso, aquejaba a los pacientes sofocados por "el ritmo y la presión de la vida industrial moderna". El síndrome del agotamiento difiere en su intensidad y prevalencia: No es un mal que afecta a unos pocos que demuestra el lado oscuro del cambio sino, cada vez más, y en particular entre los millennials, es la condición actual.

    Las personas que coordinan un trabajo en ventas al público de horarios impredecibles con un trabajo como conductores de Uber y administran el cuidado de niños tienen el síndrome del agotamiento. Los trabajadores en empresas nuevas con almuerzos elegantes preparados, servicio gratuito de lavandería y viajes al trabajo de 70 minutos tienen el síndrome del agotamiento. Los académicos que imparten cuatro clases y sobreviven con cupones de comida mientras intentan publicar sus investigaciones en un último intento de conseguir un puesto permanente tienen el síndrome del agotamiento. Los artistas gráficos independientes que administran sus propios horarios sin seguro médico ni vacaciones pagas tienen el síndrome del agotamiento.

    Una de las formas de comprender la mecánica del síndrome del agotamiento millennial es observando detenidamente los objetos e industrias que nuestra generación supuestamente ha "destruido". Hemos "destruido" la industria de los diamantes porque nos estamos casando más tarde (o no nos casamos), y si lo hacemos, es raro que alguno de los dos tenga la estabilidad financiera para guardar el tradicional ahorro de dos meses de salario para comprar un anillo de compromiso de diamantes. Estamos destruyendo el negocio de las antigüedades y optando en su lugar por "muebles rápidos", no porque odiemos las cosas antiguas de nuestros abuelos, sino porque nos mudamos al otro lado del país en busca de un trabajo estable y arrastrar muebles viejos y porcelana frágil cuesta dinero que no tenemos. Hemos cambiado las cenas en lugares informales con servicio de mesa por lugares informales de comida rápida, porque si vamos a pagar por algo, debe ser o una experiencia por la que valga la pena esperar (¡Cronuts! ¡Barbacoa de fama mundial! ¡Ramen!) o una opción muy eficiente.

    Incluso las modas que los millennials han popularizado (como usar ropa deportiva fuera del gimnasio) hablan de nuestra optimización. Puede que los pantalones para hacer yoga te hagan ver desaliñado ante los ojos de tu mamá, pero son eficientes: Puedes pasar sin problemas de una clase de gimnasia a una reunión por Skype o ir a buscar a tus hijos. Usamos Uber Eats y Amazon porque el tiempo que nos ahorran nos permite trabajar más.

    Por esto es que las críticas principales hacia los millennials (que somos holgazanes y queremos trato especial) son tan frustrantes: Trabajamos tan duro que hemos descubierto cómo no perder tiempo comiendo y nos acusan de querer un trato especial por exigir sueldos justos y beneficios como trabajar a distancia (para poder vivir en ciudades asequibles), un seguro médico adecuado, o planes de retiro (para que podamos, en teoría, dejar de trabajar en algún momento antes del día de nuestra muerte). Nos acusan de ser quejumbrosos por hablar honestamente sobre cuánto trabajamos o cuán exhaustos nos sentimos por ello. Pero como el trabajo en exceso por menos dinero no siempre es evidente (porque ahora buscar trabajo implica buscar en LinkedIn, porque las "horas extra" ahora se hacen cuando respondes tus correos electrónicos en la cama), el alcance de nuestro trabajo es con frecuencia ignorado o minimizado.

    Después de todo, el problema con el trabajo es que estamos entrenados para borrarlo.

    Después de todo, el problema con el trabajo es que estamos entrenados para borrarlo. La ansiedad se medica; el síndrome del agotamiento se trata con terapia que, de a poco, se vuelve normal, pero a la vez todavía se estigmatiza. (Después de todo, el tiempo que pasas en terapia es tiempo en el que podrías estar trabajando). Nadie le hubiese dicho a mi abuela que cocinar y lavar la ropa a mano no era trabajo. Pero, ¿planear una semana de comidas sanas para una familia de cuatro, hacer la lista del súper, hacer tiempo para ir a la tienda, preparar la cena y limpiar luego de cada comida, al mismo tiempo que mantienes un trabajo de tiempo completo? Eso es la maternidad, no es trabajo.

    El síndrome del agotamiento de los millennials con frecuencia se da de forma diferente entre las mujeres y, particularmente, las mujeres heterosexuales con familia. Esto se relaciona en parte con lo que se conoce como "el segundo turno", la idea de que las mujeres que han ingresado al mercado laboral van al trabajo y luego llegan a su casa y siguen trabajando como amas de casa. (Un estudio reciente descubrió que las madres que trabajan pasan la misma cantidad de horas ocupándose de sus hijos que pasaban las amas de casa en 1975). Uno pensaría que si las mujeres trabajan, las labores domésticas deberían disminuir o dividirse entre la pareja. Pero la socióloga Judy Wajcman descubrió que, en las parejas heterosexuales, eso simplemente no ocurre: En general, el trabajo doméstico disminuye, pero ese trabajo en gran medida sigue siendo realizado por la mujer.

    Las tareas que llevan al síndrome del agotamiento no son solo guardar los platos o doblar la ropa; estas tareas pueden distribuirse fácilmente con el resto de la familia. Se trata más de lo que la dibujante francesa Emma llama "la carga mental", o la situación en la que una persona de la familia, con frecuencia una mujer, asume un rol similar a un "jefe de proyecto de administración del hogar". El administrador no solo completa tareas; tiene toda la lista de tareas de la casa pendientes en la cabeza. Recuerdan que tienen que comprar papel higiénico porque se acabará en cuatro días. Al final, son responsables de la salud de la familia, del mantenimiento del hogar y sus propios cuerpos, de su vida sexual, de formar un vínculo emocional con sus hijos, de supervisar el cuidado de los padres que van envejeciendo, de asegurarse de que las facturas estén pagadas, de que se salude a los vecinos, de que haya alguien en la casa cuando venga un extraño a prestar un servicio, de planear las vacaciones con seis meses de anticipación, estar atentas a que no caduquen las millas de vuelo y de que el perro haga ejercicio.

    Hay mujeres que me han dicho que leer la historieta de Emma, que se hizo viral, las hizo llorar: Nunca habían visto una descripción del trabajo que llevan a cabo, y mucho menos habían visto que se lo reconociera. Y para los millennials, ese trabajo doméstico ahora debe cumplir con un número interminable de expectativas: Las salidas deben ser "experiencias", la comida debe ser saludable, hecha en casa y divertida, los cuerpos deben ser esculpidos, las arrugas deben minimizarse, la ropa debe ser bonita y estar a la moda, el sueño debe regularse, las relaciones deben ser saludables, las noticias deben leerse y procesarse, los niños deben recibir atención personal y deben prosperar. La crianza millennial, como dijo recientemente un artículo del New York Times, no tiene tregua.

    Los medios que nos rodean, tanto sociales como establecidos, desde la nueva serie de Marie Kondo en Netflix hasta la economía de los influencers de estilo de vida; nos dicen que nuestros espacios personales deben estar tan optimizados como nosotros y nuestras carreras. El resultado no es solo fatiga, sino un síndrome que nos envuelve y nos sigue a todos lados. La receta más común es el "autocuidado". ¡Hazte una mascarilla facial! ¡Ve a yoga! ¡Usa una aplicación para meditar! Pero mucho de este autocuidado no es cuidado en absoluto: Es una industria de $11 mil millones cuyo objetivo no es aliviar el ciclo del agotamiento, sino proporcionar más métodos de optimización. Al menos en su versión actual como producto, el autocuidado no es una solución; es agotador.

    "El millennial moderno, en general, ve a la adultez como una serie de acciones, no como un estado del ser", explica un artículo en Elite Daily. "'Adultear', entonces, se convierte en un verbo". "Adultear" es completar tu lista de tareas, pero en esa lista va todo, y la lista nunca se termina. "Este año me está costando encontrar la magia navideña", escribió recientemente una mujer en un grupo de Facebook enfocado en el autocuidado. "Tengo dos niños pequeños (2 y 6 meses) y, aunque nos divertimos leyendo libros navideños, cantando canciones y paseando por el barrio para ver las luces, en general siento que esto es una lista de tareas que se superpone con mi ya abrumadora lista habitual. Me siento completamente agotada. ¿Compasión o consejos?".

    Esa es una de las expresiones más inexplicables y frustrantes del síndrome del agotamiento: Toma las cosas que deberían ser placenteras y las aplasta hasta convertirlas en una lista de tareas mezcladas con otras obligaciones que deberían ser completadas fácil o diligentemente. Como resultado, todo, desde celebrar un matrimonio hasta registrarse para votar, adquiere un tinte de resentimiento, ansiedad y evasión. Quizás mi incapacidad para hacer afilar los cuchillos no se relacione tanto con ser floja sino con ser demasiado buena, por demasiado tiempo, en esto de ser millennial.

    Esa es una de las expresiones más inexplicables y frustrantes del síndrome del agotamiento: Toma las cosas que deberían ser placenteras y las aplasta hasta convertirlas en una lista de tareas.

    Hay varias maneras de mirar este problema inicial de parálisis de tareas pendientes. Muchas de las tareas que resultan paralizantes para los millennials son aquellas que no pueden optimizarse para lograr una mayor eficiencia, ya sea porque son tercamente analógicas (la oficina de correos) o porque las compañías se han optimizado a sí mismas y a su trabajo para que la experiencia sea lo más ardua posible para el usuario (todo lo relacionado con seguros, cuentas o presentación de quejas). En ocasiones, las ineficiencias son, en parte, el punto: Mientras más difícil sea presentar un pedido de reembolso, es menos probable que lo hagas. Lo mismo ocurre con las devoluciones.

    Otras tareas son difíciles porque tienen demasiadas opciones y provocan lo que se conoce como "fatiga por decisiones". Me he mudado mucho por mi carrera y siempre he detestado el proceso de buscar médicos de cabecera, dentistas y dermatólogos. Buscar un médico (y no cualquier médico: uno que acepte tu seguro y tome nuevos pacientes) puede parecer una tarea sencilla en esta época, pero la gran cantidad de opciones puede ser paralizante si no se tienen recomendaciones de amigos o familia, que no abundan cuando te mudas a una ciudad nueva.

    Otras tareas son... pues, aburridas. Las he hecho demasiadas veces. La recompensa por completarlas es demasiado pequeña. El aburrimiento por la monotonía del trabajo suele asociarse a los trabajos físicos o en cadenas de montaje, pero es generalizado entre los "trabajadores del conocimiento". Como señala Caroline Beaton, quien ha escrito mucho sobre los millennials y el trabajo, el ascenso del "sector del conocimiento" simplemente ha "cambiado el medio de la monotonía de maquinarias pesadas a tecnologías digitales. ... Nos acostumbramos a la intensidad alta y las tareas predecibles de la fuerza de trabajo moderna. Como los estímulos no cambian, dejamos de sentirnos estimulados. La consecuencia puede dividirse en dos. Primero, como una especie de tortura china, cada elemento idéntico se vuelve cada vez más desagradable. Como defensa, cada vez nos volvemos menos comprometidos".

    Por lo tanto, mi rechazo a responder un amable mensaje privado por Facebook es sintomático de la gran cantidad de estímulos que buscan llamar mi atención en línea: para que lea un artículo, para que promocione mi trabajo, para que participe con un comentario ingenioso o me defienda de troles o le dé me gusta a la foto del bebé de un pariente.

    Para que quede claro, no creo que ninguna de estas explicaciones me exonere. No parecen razones importantes o racionales para evitar hacer cosas que sé, en general, que quiero o tengo que hacer. Pero las decisiones tontas e ilógicas son un síntoma del síndrome del agotamiento. Adoptamos conductas autodestructivas o nos refugiamos en la evasión como una forma de salir de la rutina de nuestra lista de pendientes. Esto ayuda a explicar una de las quejas de los hábitos de trabajo de los millennials: Llegan tarde, no cumplen con sus turnos, dejan de ir al trabajo sin dar ningún tipo de aviso. Es posible que, de hecho, algunas de las personas que se comportan de esta manera simplemente no sepan cómo concentrarse y trabajar. Pero es más posible que sean malos trabajando por todo el trabajo que hacen, especialmente si lo hacen con un trasfondo de precariedad financiera.

    Estamos empezando a comprender cuál es el mal que nos afecta, y no es algo que un tratamiento facial con oxígeno o una caminadora en el escritorio puedan solucionar.

    En los últimos años, nuevas investigaciones científicas han mostrado la "enorme carga cognitiva" que pesa sobre aquellos que no gozan de seguridad financiera. Vivir en la pobreza se corresponde con la pérdida de 13 puntos en el CI. Millones de millennials viven en la pobreza; otros millones están en el límite, sobreviviendo a duras penas, con frecuencia haciendo trabajos casuales, con nada de sobra para crear una red de seguridad que alivie la carga cognitiva. Ser pobre es tener muy poca energía mental para tomar decisiones, "buenas" o no; como padre, como trabajador, como compañero, como ciudadano. Mientras más estables sean nuestras vidas, más probable es que tomemos decisiones que las hagan aún más estables.

    Pero la estabilidad no es una palabra que se use para describir la vida en la actualidad. En Estados Unidos, por ejemplo, dependiendo de tu religión, estatus migratorio, origen étnico e identidad sexual, es posible que la presidencia de Donald Trump solo haya hecho que tu futuro, seguridad y empleabilidad sean menos estables. La asistencia médica y la cobertura por condiciones médicas preexistentes siempre parece estar en discusión y/o en peligro, igual que los derechos reproductivos de las mujeres. La guerra con Corea del Norte es inminente. Nunca consideramos a las redes sociales y a los teléfonos inteligentes más tóxicos ni más necesarios que ahora. Nuestra principal preocupación con el increíblemente volátil mercado de valores es cómo su funcionamiento afecta nuestro empleo habitual. El planeta está muriendo. La democracia está bajo seria amenaza. Los adultos estadounidenses dicen sentir un 39 % más de ansiedad que hace un año, ¿y qué es la ansiedad si no la condición que aparece al intentar vivir bajo estas condiciones?

    Los críticos se la pasan diciendo: "Esto no es normal", pero la única forma de sobrevivir el día a día es normalizar los eventos, las amenazas, el exceso de información, los costos, las expectativas que se tienen de nosotros. El síndrome del agotamiento no es un lugar al que vamos para luego volver; es nuestra residencia permanente.

    En sus textos sobre el síndrome del agotamiento, El psicoanalista Cohen describe a un cliente que fue a verlo con un caso extremo de este síndrome: Era el millennial por excelencia, optimizado para un desempeño perfecto, lo que dio sus frutos cuando consiguió un trabajo como banquero de finanzas de altos vuelos. Había hecho todo bien y seguía haciéndolo bien en su trabajo. Una mañana se despertó, apagó la alarma, se dio la vuelta y se negó a ir al trabajo. Nunca volvió al trabajo. Se sentía "intrigado ante el hecho de que perder su empleo no le molestara".

    En la versión de cine de estar historia, este hombre se muda a una isla para redescubrir la buena vida o se da cuenta de que ama la carpintería y abre su propia tienda. Pero ese es el tipo de solución de fantasía que hace que el síndrome esté tan extendido entre los millennials. El síndrome del agotamiento no se cura con unas vacaciones. No se cura con trucos como "dejar tu inbox limpio", ni usando una aplicación de meditación por cinco minutos cada mañana, ni preparando las comidas para toda la familia los domingos, ni llevando un diario de tareas. No lo solucionarás leyendo un libro sobre como “desjod*rte a tí mismo" (en inglés, "unfu*k yourself"). No lo solucionarás con unas vacaciones, ni con un libro de colorear para adultos, ni "horneando para superar la ansiedad", ni con un maldito tazón de "avena nocturna".

    El problema con el holístico y absorbente síndrome del agotamiento es que no tiene solución. No puedes optimizarlo para hacer que termine más rápido. No podrás verlo venir como si fuese un resfriado y empezar a tomar suplementos preventivos. La mejor forma de tratarlo es, primero, aceptar lo que es: no una enfermedad breve sino crónica; y comprender sus raíces y parámetros. Por eso las personas con las que hablé se sintieron tan aliviadas al leer la historieta sobre la "carga mental" y por eso leer el libro de Harris fue tan catártico para mí: No justifican nuestra forma de actuar y sentir. Simplemente describen esos sentimientos y comportamientos (y los grandes sistemas capitalista y patriarcal que contribuyen a ellos) con exactitud.

    Describir el síndrome del agotamiento millennial correctamente es reconocer la multiplicidad de realidades que vivimos, no hablar solo de graduados de preparatoria, o padres, o trabajadores del conocimiento, sino de todos; y a la vez reconocer nuestro status quo. Estamos llenos de deudas, trabajando más horas y en más trabajos por menos paga y menos seguridad, luchando para alcanzar los mismos estándares de vida que nuestros padres, operando en un estado de precariedad psicológica y física, todo mientras nos dicen que si trabajamos más duro la meritocracia prevalecerá y prosperaremos. La zanahoria que cuelga frente a nosotros es el sueño de que completaremos nuestra lista de pendientes, o de que al menos se hará mucho más manejable.

    Pero la acción individual no es suficiente. Las elecciones personales solas no evitarán que el planeta muera ni harán que Facebook deje de violar nuestra privacidad. Para lograrlo, necesitamos un cambio en el paradigma. Esto ayuda a explicar por qué los millennials se identifican cada vez más con el socialismo democrático y están aprovechando los sindicatos: Estamos empezando a comprender cuál es el mal que nos afecta, y no es algo que un tratamiento facial con oxígeno o una caminadora en el escritorio puedan solucionar.

    Nuestra capacidad para agotarnos y seguir trabajando es nuestra característica más valiosa.

    Hasta que haya un derrocamiento revolucionario del sistema capitalista, o en vez de ello, ¿cómo podemos disminuir o prevenir, en lugar de simplemente contener temporalmente, el síndrome del agotamiento? Es posible que el cambio llegue de la mano de las leyes, la acción colectiva o la continua lucha feminista, pero es tonto imaginar que saldrá de las misma compañías. Nuestra capacidad para agotarnos y seguir trabajando es nuestra característica más valiosa.

    Mientras escribía este artículo estaba organizando una mudanza, planeando un viaje, solicitando recetas médicas, sacando a pasear a mi perro, tratando de hacer ejercicio, preparando la cena, intentando participar en las conversaciones de trabajo en Slack, publicando fotos en las redes sociales y leyendo las noticias. Me levantaba a las 6 a. m. para escribir, empacaba cosas durante el almuerzo, movía pilas de madera en la cena y me iba a dormir a las 9. Estaba en la caminadora de la lista de pendientes: una maldita tarea tras otra. Pero al terminar este artículo, siento algo que no he sentido en mucho tiempo: catarsis. Me siento genial. Siento algo, y no lo había sentido al completar una tarea en mucho tiempo.

    Luego de esto, quedan temas por abordar. Pero por primera vez me veo a mí misma, veo los parámetros de mi trabajo y las causas de mi agotamiento claramente. Y no se siente como un abismo. No siento que no haya esperanza. No es un problema que pueda resolver, pero es una realidad que puedo reconocer, un paradigma a través del cual comprender mis acciones.

    En sus escritos sobre la falta de un hogar, el psicólogo social Devon Price ha dicho que la "flojera", al menos de la manera que la mayoría solemos concebirla, simplemente no existe. "Si el comportamiento de una persona no tiene sentido para ti", escribe, "es porque no estás viendo una parte de su contexto. Es así de simple". No encontraba sentido a mi comportamiento porque no podía ver una parte de mi contexto: el síndrome del agotamiento. Me daba vergüenza admitir que lo tenía. Me creía muy fuerte para sucumbir a él. Había reducido mi definición del síndrome del agotamiento para excluir mis propios comportamiento y síntomas. Pero estaba equivocada.

    Creo que tengo algunas de las respuestas a las preguntas específicas que me llevaron a escribir este ensayo. Es posible que las tuyas sean un poco o bastante diferentes. No tengo un plan de acción, más que ser más honesta conmigo misma sobre lo que estoy haciendo, lo que no y por qué, e intentar desembarazarme de la idea de que todo lo bueno es malo y todo lo malo es bueno. Esto no es una tarea que debo cumplir ni parte de una lista de pendientes, ni siquiera un propósito de Año Nuevo. Es una forma de ver la vida y ver qué alegrías y significado podemos obtener de ella no solo optimizándola, sino viviéndola. Lo cual es otra forma de decir que este es el verdadero trabajo de la vida. ●

    Este post fue traducido del inglés.