Yo estaba segura de que quería tener hijos. ¿Cómo pude enamorarme de alguien que no?

    Traté de tener hijos con mi anterior novio y de la nada, todo falló. No fue nada fácil olvidar lo que quería cuando conocí a alguien más.

    El pasado volvía repetirse en el patio de un restaurante casi vacío con vista al puerto, donde estábamos almorzando ya muy entrado el día. Estaba enfadada conmigo misma. Me encontraba en Isquia, una isla frente a la costa italiana. Acababa de pasar un día idílico con Mark, alguien que no tenía nada que ver con mi pasado, y no estaba segura de que fuera a tener algo que ver con mi futuro.

    Pero aquello se sentía dentro de mí como un malestar. Había tratado de enterrar el pasado, pero de algún modo este había emergido de nuevo y terminamos hablando sobre tener hijos.

    "No creo que quiera tener hijos", dijo Mark. "No quiero tenerlos por mero capricho". Nos habíamos conocido en Tinder mientras él estaba de vacaciones en San Francisco, donde yo vivía. Él vivía en Londres. Dos meses después, estábamos allí, nos habíamos encontrado de nuevo para pasar cinco días juntos en Europa. A decir verdad, aquella era apenas nuestra cuarta cita.

    "Yo sí quiero tener hijos", escuché aquellas palabras salir de mi boca. "Es solo una corazonada. Me gustaría pensarlo más detenidamente o analizarlo mejor, pero es solo que yo...". Acabo de terminar una relación en la que estuve tratando decididamente de quedar embarazada. Pensé, pero no dije nada. Sentí que las lágrimas querían brotar. Sentí la necesidad de contarle a Mark todo lo que había pasado ese último año, todo de una vez. Todo lo que él ignoraba. Todo lo que me daba miedo decirle. Los kits de prueba de ovulación: tener que orinar en un vaso de plástico, sumergir las tiras de papel, esperar con impaciencia los resultados. Buscar la doble línea que significaría una posibilidad. Las decididas conversaciones: darme cuenta de que Drew al igual yo quería tanto un hijo que los dos estábamos dispuestos a seguir con aquella miseria, para siempre. Las visitas al médico: mi desesperada creencia de que algo en mí no estaba bien, aun cuando era más que evidente que la promesa de un hijo no iba a remediar como por arte de magia el hecho de que yo ya no quería acostarme con Drew nunca más. Que ya ni siquiera lo amaba.

    Dos meses atrás, cuando conocí a Mark en San Francisco, él pasó la noche en mi apartamento y olvidó su chaqueta azul marino en la mañana. Me había mudado una semana antes, y el lugar estaba plagado de cajas de cartón sin abrir, muros vacíos y los muebles que me tuve que llevar cuando abandoné la casa que había estado compartiendo con Drew. Mark había dejado su chaqueta sobre el desgastado sofá naranja con las marcas de los arañazos de nuestro gato.

    Me acurruqué en aquel sofá. La habitación estaba en silencio, iluminada por la luz directa de la tarde que se filtraba por las cortinas entreabiertas. El gato, que había dejado de ser nuestro para ser mío, se frotó contra mis pies y maulló en medio de aquel silencio. Revisé los bolsillos de la chaqueta. No encontré nada interesante: algunos pañuelos desechables arrugados, pedazos de papel y un bolígrafo. Tomé el bolígrafo y con él escribí en mi cuaderno de notas lo que había pasado entre nosotros la noche anterior. Luego dejé el bolígrafo donde estaba, y nunca se lo conté a Mark. Escribí aquella descripción con la esperanza de que funcionara como la chaqueta que tenía en mi poder, como una especie de garantía de que tarde o temprano él volvería a mí. En ese momento, yo necesitaba que alguien me diera esa garantía.


    Mark y yo nos vimos otras cuantas veces en San Francisco antes de que sus vacaciones terminaran. Entonces, después de que él regresó a Londres, hablamos por teléfono, ambos desde nuestras oficinas para superar las ocho horas de diferencia horaria. Luego de colgar, me sentí extrañamente feliz durante horas. Inventé excusas para llamarlo de nuevo. Las llamadas telefónicas comenzaron a durar una hora. Luego, una se extendió hasta el doble de eso. Para el mes previo a nuestro viaje, las llamadas de dos horas con Mark se habían convertido en un elemento constante en mi vida.

    Por lo demás, la mayor parte del tiempo estaba como adormecida. Lo de Drew no me provocaba ningún pesar, ni tampoco el hecho de haber renunciado de golpe a la posibilidad de tener un hijo. Nadie quería escuchar sobre eso, y yo estaba ansiosa por sacarlo de mi mente.

    Cuando compré mi boleto para Europa, Mark y yo todavía ni siquiera habíamos tenido dos horas de intimidad. Sin pensarlo mucho, me puse a descartar fechas y ciudades, como si él estuviera dispuesto a acompañarme sin importar lo que yo decidiera hacer. Así que pasé dos días sola en Roma antes de encontrarme con él en Berlín. Fueron días de aturdimiento provocado por el desfase horario, que estuvo acompañado de una incontrolable impaciencia que casi parecía un tormento. Las hojas nadaban a lo largo del Tíber y coronaban con un color ocre ahumado las cristalinas aguas. El pasado se revolvía dentro de mí. Estuve tratando de quedar embarazada apenas en julio pasado, practicaba repitiéndolo en mi cabeza.

    Estuve tratando de quedar embarazada apenas en julio pasado, practicaba repitiéndolo en mi cabeza.

    Me encontré con él en el Aeropuerto de Schönefeld en Berlín a las 11:30 un día antes de Acción de Gracias. Mi amiga estadounidense vivía en Berlín y nos había invitado a alojarnos en su casa para lo que ella llamó un "Danksgebing".

    Mi avión tenía una larga escalera plateada por la que había que bajar. Mientras descendía, miré una multitud que esperaba sobre la pista de aterrizaje en medio de una grisácea mañana alemana cubierta de gruesas gotas de lluvia. Me pregunté si él estaría entre aquellas personas, y mi cuerpo entró en modo de pánico. Me temblaban músculos cuya existencia ignoraba. El sudor me picaba, y mi boca estaba tan reseca que de ella no hubiera podido escapar ni una palabra.

    Me quedé afuera del área de llegadas bajo la helada llovizna sin dejar de buscar a Mark, pero con la esperanza de no encontrarme con él todavía, porque, quizás, unos cuantos minutos más me habrían permitido controlar mi cerebro de reptil y aplacar aquel pánico irracional. Tal vez, si esperaba unos minutos más, la situación tendría mayor sentido para mí.

    Mi teléfono sonó. Era su voz: "¿Amelia Granger?".

    Nos dimos cuenta de que estábamos en extremos opuestos de la terminal, y, cuando lo vi caminar hacia mí, aquel enjambre de fantasías colegiales volvió a materializarse en un hombre británico de 32 años de casi un 1.90 metros, con hombros anchos y musculosos, cabello color arena, barbilla cuadrada y una sonrisa ligeramente incómoda pero más que nada provocadora, que vestía una camiseta blanca y la misma chaqueta azul marina. Cargando una pequeña mochila.

    A pesar de que había estado esperando ese momento, visualizando cada detalle, cuando por fin llegó, no tenía idea, ninguna certeza en absoluto, de si debía besarlo o no.

    Nos abrazamos, él se decidió por un beso en la mejilla, y yo intempestivamente le pregunté: "¿Solo trajiste una mochila?".

    Nos hospedamos en una habitación en un taller de arte que se había convertido en un espacio de exhibición para la cautiva audiencia de huéspedes de Airbnb. Poemas en alemán desfilaban por una pantalla LCD. Nos quedamos de pie frente a nuestro anfitrión, Christof, bastante impacientes mientras él nos hablaba sobre los cafés locales. Yo llevaba puesta la gorra tejida de Mark que él me había dado mientras esperábamos el tren que nos llevó a la ciudad. En Berlín, a diferencia del norte de California, durante noviembre es invierno.

    Christof nos dijo que él vivía cerca, en Buttmanstrasse. "Seguramente resulta muy gracioso para quienes hablan inglés, ¿verdad?", preguntó muy animado. "Pero no tiene nada que ver con Buttman".

    Me reí, al tiempo que me preguntaba cómo era posible que no se percatara de que para nosotros —luego de tantos días con sus noches y llamadas internacionales y vuelos y fantasías y miedos y dudas y sobresaltos por el futuro— él representaba el último obstáculo antes de poder arrancarnos la ropa uno al otro.

    Pero en cambio, se quedó un rato más hasta terminar de contarnos que él y su esposa estaban esperando su primer hijo para el próximo mes. "¡Vaya!, un minuto estoy emocionado y al siguiente, aterrado", nos dijo mientras sonreía y la mirada se le perdía en el piso de concreto del taller. Nos miró a Mark y a mí: “¿Y qué hay de ustedes?, ¿todavía no tienen hijos?”.


    En el techo bajo sobre la cama elevada, estaba pintada la enorme palma extendida de la mano de alguna persona. Unas horas más tarde, después de que nos habíamos perdido el recorrido a pie de "Red Berlin" que teníamos planeado para esa tarde, ambos chocamos las plamas con aquella palma.

    Pero, finalmente, bajamos por la escalera de nuestra cama y fuimos al Punto de control Charlie. Visitamos el Spionagemuseum. El día de Acción de Gracias, fuimos al museo que lleva el enigmático nombre de Topografía del Terror, el cual documentaba el ascenso del Tercer Reich en una serie de fotografías en blanco y negro acompañadas de placas descriptivas. El cielo se oscureció afuera de las ventanas del museo. Mientras nos desplazamos entre las imágenes, tuve que repeler las manos de Mark haciendo todo lo posible para que su conducta no molestara a los demás visitantes que estaban tratando de aprender sobre los nazis. Cuando el museo estaba punto de cerrar, él se apresuró a tomar fotografías de todas las placas descriptivas para leerlas después cuando tuviera tiempo, según él. Aquello me pareció una tontería, pero más tarde quedé fascinada cuando descubrí que efectivamente las estaba leyendo.

    La cena de Acción de Gracias de mi amiga Sara estaba programada para esa noche, y nosotros llegamos incluso más tarde de lo planeado después de comprarle demasiado vino natural a un alemán parlanchín con el peor inglés que escuché en todo Berlín. Sara vivía en el barrio de Wedding, y un olor a nieve impregnaba el aire de la noche mientras caminábamos hacia su apartamento desde U-Bahn. Yo le había enviado por correo desde Estados Unidos algunos suministros indispensables: una caja de mezcla de relleno Stove Top y una lata de relleno de pastel de calabaza, y encontré todo allí, en su cocina a medio mundo de distancia.

    Entre los tres preparamos una tarta con la lata, hervimos la mezcla de relleno con una barra de mantequilla y mezclamos grosellas rojas con mermelada de cerezas ácida para obtener algo similar a la salsa de arándano. El novio de Sara, Fedor, quien era de Bielorrusia, llegó a casa después del trabajo y cenamos. Los cuatro nos sentamos en el sofá, como una doble cita, y después de acurrucarnos nos quedamos recostados allí, charlando antes de dormir.

    Sara comenzó preguntándole a Mark sobre su familia, y él le contó a ella una versión de la historia que apenas hace poco me había contado a mí, en nuestra última llamada telefónica de dos horas. Hasta aquel entonces, yo imaginé para él la más insulsa y armoniosa infancia. No como la mía. Parecía ser alguien cuyos padres estaban juntos y siempre tuvieron un matrimonio sólido. Él mencionó a una hermana, y me imaginé a dos hijos, solo él y ella. Él era el hermano mayor. Aquello parecía lógico. Pero a pesar de las cualidades que me llevaron a pensar eso sobre él (su amabilidad, su notable falta de arrebatos tediosos), la realidad era otra.

    Aparte del hecho de que tenía siete medios hermanos y cuatro hermanastros, algunos mayores que él, que fue criado como hijo único y que sus padres se divorciaron antes de que él cumpliera un año, todavía faltaba el detalle que su padre estaba muerto. Acababa de morir hace apenas tres años.

    Sujeté la mano de Mark mientras hablaba, y sentí simpatía por él en un nivel visceral. Pero también una punzada de incomodidad: ¿por qué él elegiría hablar sobre la muerte de su padre en ese momento, para responderle a mi amiga en lugar de contarme a mí? En ese instante no se me ocurrió, sino hasta después, que quizás aquella fue la manera en que él pudo encontrar las palabras para retratar su tormentoso pasado, la manera en que pudo dejarme ver. La manera en que pudo compartir conmigo las cosas que supuestamente la personas cercanas a nosotros deberían saber. Tal vez simultáneamente los dos teníamos miedo y deseábamos confesarnos ante el otro.


    Al día siguiente dejamos Berlín y volamos juntos de regreso a Italia. En Nápoles, queríamos tomar un ferry hacia Isquia, pero no sabíamos de dónde salía ni a qué hora. Por casualidad, cuando conducíamos hacia los muelles, vimos algunos letreros. El último ferry del día partía en 20 minutos, que nos parecieron segundos hasta que estuvimos sentados en la cubierta superior debajo de un amplio y agraciado cielo gris con fisuras amarillas en los extremos, allí nos quedamos contemplando los deslucidos edificios de la costa perderse en el horizonte.

    Durante el viaje, lo primero que Mark me dijo fue que nunca se le había ocurrido la idea de tener hijos. Lo dijo sin pensar, sin agregar nada, pero sus palabras se hundieron en mí lentamente, como una roca que es arrojada al agua. Desembarcamos en Isquia y él se abrió paso con el Fiat que habíamos alquilado entre la muchedumbre del muelle. Una ligera lluvia comenzó a caer sobre las terrazas de la isla, que estaban cubiertas de árboles atestados de naranjas. Vi cómo un arcoíris tomaba forma sobre el océano. Un anillo de niebla se balanceaba alrededor de la cima del volcán muerto de esta en la isla, el monte Epomeo. Puede ser que la experiencia que estábamos teniendo, desembarcar en aquella isla turística, que resplandecía en la temporada baja de noviembre, fuera para mí un pretexto convincente de porqué de repente tenía que contener las lágrimas.

    Nuestro hotel estaba vacío, excepto por un reducido grupo de jubilados alemanes, así que aunque habíamos reservado una habitación barata, la recepcionista nos asignó la suite nupcial. Esta contaba con un piano desafinado, sillas doradas con respaldos de mimbre, flores gigantes de cerámica que ocultaban unos altavoces en el techo, luces rojas disponibles para el baño y una vista que daba hacia un islote donde se divisaba un castillo del siglo XV. En el sótano, había una piscina alimentada por aguas termales, y misteriosos artículos de spa en desuso, ideados para procedimientos que probablemente ya no se consideraban saludables.

    En aquella terraza en Isquia, la posibilidad de contarle a Mark sobre el pasado parecía más probable, o improbable, que nunca. Pero, ¿por dónde empezar?

    La posibilidad de contarle a Mark sobre el pasado parecía más probable, o improbable, que nunca. Pero, ¿por dónde empezar?

    Cuando estaba tratando de quedar embarazada, todos los días tomaba vitaminas prenatales en forma de caramelos granulados sin azúcar. Siempre tuve la precaución de esconder el recipiente luego de tomarlas. Lo guardaba detrás de la alacena junto a la estufa, donde Drew y yo guardábamos la licuadora y otros pequeños electrodomésticos. Al principio fue para evitar que las visitas hicieran preguntas. Pero al final, lo hacía porque ninguno de los dos podía afrontar realmente lo que estábamos haciendo. Drew era 10 años mayor que yo. Años atrás, cuando nos conocimos, me pareció que un hombre al final de sus treinta y una mujer al final de sus veinte podían estar en la misma sintonía. Cuando todavía éramos presas de los primeros arrebatos del apasionamiento, cuando un amigo nos presentó y encontré en él un oyente infatigable, compañía y buen sentido del humor, todo parecía tan fácil. Tendríamos hijos juntos. No recuerdo el momento en el que yo tomé esa decisión conscientemente, pero sucedió. Por supuesto que sucedió.

    Pero luego ya no fue tan fácil. Aunque ambos coincidimos en la misma etapa de la vida, eso no cambió lo que habíamos sido hasta entonces. Peleamos, y las cosas que me dijo laceraron mi mente. Hubiera podido narrarle cada detalle a Mark si él lo hubiera querido... Si él hubiera querido escuchar que soy malvada, que soy egoísta, que no tengo remedio, que soy malagradecida, que soy incapaz de amar.

    Drew solía fumar puros en la cochera de la casa que compartíamos, una cabaña alquilada emplazada sobre una colina sin árboles a las afueras de San Francisco. A veces yo lo acompañaba con un cigarrillo, y nos sentábamos juntos en la oscuridad, iluminados solo por la tira de luces navideñas blancas medio cubiertas de telarañas, cautivados por la brisa que se colaba por la puerta abierta.

    Mi memoria ha hecho algo increíble con esos momentos. Un truco de magia. Sé que al principio eran agradables, y sé que se convirtieron en retorcidas marañas de sentimientos heridos, rencor, decepción e ira. Pero no recuerdo cómo fue. Todo lo que alcanzo a vislumbrar son imágenes vagas, atisbos empañados por mis lágrimas de su rostro carcomido por el sufrimiento, bañado con aquella extraña luz blanca.

    "Si soy tan terrible, por qué quieres tener hijos conmigo?". Recuerdo haberle preguntado.

    "No lo sé", él respondió. "Creo que serías una madre terrible".

    El pasado, y los malogrados proyectos del pasado, chocaban unos con otros dentro de mi cabeza como trenes descarrilados, mientras yo estaba sentada en aquella terraza en Isquia. Mark trató de mirarme a los ojos. Trató de tomar mi mano.

    "Luego de que mi padre tuviera hijos con tres mujeres diferentes, yo no tengo ganas de tener ninguno", dijo Mark. "Pero creo que tú serías una madre estupenda. Si es que tú quieres tener hijos. Si ese es el caso, creo que deberías hacerlo". El con alguien más nunca salió de sus labios, pero yo pude escucharlo.

    El momento se esfumó, y nunca le confesé que Drew solía decir exactamente lo opuesto: que yo sería una madre terrible. El simple hecho de escuchar a Mark decir lo contrario despertaba en mi la esperanza de que yo todavía tenía posibilidades de tener hijos, a pesar de que el plan de tenerlos Drew había quedado en el pasado.

    Esa noche Mark y yo nos sentamos a fumar cigarrillos en nuestro balcón nupcial, vestidos solo con batas blancas de felpa. Hablamos de los lugares donde podríamos encontrarnos la próxima vez. Brasil. Hong Kong. Marruecos. Ninguno de nosotros había estado en África.

    Pensamos en un lugar que a los dos nos quedara a medio camino, ¿Tokio? ¿Nueva York? Pero de algún modo parecía que no queríamos decidirnos por ninguna de las opciones.


    En mi vuelo de conexión a casa, estaba exhausta, medio adormecida, y la voz del altavoz del avión parecía decir: "... y antes de llegar, serviremos una cerveza de raíz suave".

    Entonces, cuando mis párpados se cerraron y volví a hundirme en aquel asiento azul oscuro que ocuparía durante el largo viaje, noté la presencia en el lugar contiguo de un hombre que tenía el mismo acento que Mark, y yo, confundida, creí que en la llamada que él había hecho antes de despegar fue para hablar sobre nuestra relación. En mi defensa he de decir que él mencionó a "la chica de Estados Unidos". Mis pensamientos vagaban mientras se acercaban lentamente a la extraña frontera del sueño, entonces escuche al hombre que estaba a mi lado proseguir: "Aquello a él le daba igual. ¿Viajar desde Londres para encontrarse con esa chica en Europa? Pero esto ha sido más bien idea de ella, ¿no?". Mientras me sumía más en un sueño profundo, comencé a ver las cosas desde su perspectiva.

    A pesar de la opinión de mi compañero de asiento sobre la situación, tuve la certeza de que Mark y yo estábamos en la misma sintonía, al menos hasta cierto punto. Habíamos llegado muy lejos juntos, y yo esperaba que aquello significara que compartíamos ciertas capacidades. Por ejemplo, autocomplacencia. Falta de control de los impulsos. Pensamiento mágico.

    Guardada en la maleta de mano junto a mis pies, estaba mi libreta de notas, y en una de sus páginas las palabras que garabateé con el bolígrafo que encontré en el bolsillo de Mark: Nos encontramos en el Lone Palm, en la esquina de 22nd y Guerrero. Tú me enviaste un mensaje cuando ibas en camino para preguntarme qué blusa llevaba puesta y así pudieras reconocerme, y entonces dijiste que debía de ser una linda blusa, ¿querías que te la prestara? Cuando salimos del bar, yo pregunté, ¿a dónde vamos ahora? Y literalmente tú respondiste que a donde fuera. Iría a donde sea que tú quisieras ir.


    Amelia Granger es una escritora y experiodista cuyos relatos cortos fueron nominados al Premio Pushcart 2018. Ahora vive en Londres.



    Este post fue traducido del inglés.