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    Perdoné a mi padre y no le debo nada más

    Mi padre tiene Alzheimer y está olvidando los años cuando me abusó emocionalmente. Hasta que ví la última temporada de BoJack Horseman, no había notado lo mucho que necesitaba ver a alguien más lidiar con esa crisis sin fin.

    Mi padre tiene 78 años y está perdiendo la cabeza rápidamente. Sufre de Alzheimer intermedio y vive en un geriátrico costoso, donde lo imagino sentado en un cuarto privado lleno de luz que mira hacia un parque verde en el que puede caminar y meditar. Como el Alzheimer no lo matará y goza de buena salud, tiene mucho tiempo libre. Parece una hermosa manera de vivir hasta el final de sus días.

    Y digo que lo imagino porque nunca estuve ahí: no hablé con sus doctores, ni siquiera ví fotos del lugar. A principios de este año, una amiga de la familia que maneja sus asuntos decidió enviarlo a un geriátrico y me lo contó una vez que estuvo todo resuelto. Ni siquiera pretendí ofenderme, no tenía porqué: hacía más de dos años que no hablaba con mi padre, y ahora que él quizás no sepa quién soy, no planeo recordárselo.

    Quiero que mi último recuerdo de mi padre es de un desayuno placentero que compartimos, como dos adultos — aunque uno de los dos no recordara mucho de lo que hablamos — en el porche de la casa en la que crecí, en la que durante una década me abusó emocional y verbalmente mientras se jactaba frente a los demás sobre su impecable rol de padre soltero. Esa misma casa en la que durante tantos días sus palabras me redujeron a una sombra sollozante de mí misma, un fantasma de ocho, diez o doce años que flotaba en silencio tras él, hasta que me daba permiso para hablar. Ya en mis veintitantos años, fue extraño ver que su cerebro lo haya dejado igual de perdido e indefenso que yo, incluso más.

    Pasé poco tiempo con mi padre después de su diagnóstico, pero fue suficiente para notar lo rápido que el Alzheimer puede borrar a una persona. A menos de un año, ya no podía mantener una conversación por más de media hora, ni concentrarse para cepillarse los dientes o decirme nada más que algo increíblemente tierno.

    El mandato habitual indica que tenemos la obligación de cuidar a nuestros padres sin miramientos, en especial cuando no pueden cuidarse por sus propios medios. Es más confuso saber qué hacer si esos mismos padres no nos cuidaron a nosotros del todo bien. Es muy difícil saber si una puede no sentirse mal por darle la espalda a un padre que destruyó tu noción de tí misma — o saber cómo sentir, a secas.

    Es muy difícil saber si una puede no sentirse mal por darle la espalda a un padre que destruyó tu noción de tí misma — o saber cómo sentir, a secas.

    La semana pasada finalmente terminé la cuarta temporada de BoJack Horseman, la serie surrealista y aclamada de Netflix. Como tantos otros televidentes y críticos, me impresionó su retrato de la depresión, en particular el humor negrísimo al que mucha gente deprimida (y me incluyo) recurre como mecanismo de supervivencia. La cuarta temporada, que Netflix estrenó hace algunas semanas, sigue a BoJack — una cáustica estrella pasada de la televisión con problemas de abuso de sustancias, que se muestra ambivalente sobre arreglar su vida y que también resulta ser un caballo parlante — mientras decide qué hacer con Beatrice, su madre dominada por una demencia severa. Las temporadas anteriores mostraron a Beatrice como un monstruo cruel y frío que convirtió a BoJack de un niño ansioso por complacer en un imbécil que se odia a sí mismo. Mi padre, como tantos abusadores, era cálido y alentador cuando no me rompía en mil pedazos, así que Beatrice me recordó mucho a él. Y luego ella comenzó a perder la cabeza.

    El paralelo se materializó repentinamente al final del capítulo 10, “¡Me encanta el estilo de vida californiano!”. Luego de intentar hacer lo que, según los demás, es lo correcto y cuidar a Beatrice en su hogar durante la mayor parte de la temporada, BoJack se harta de ella y la mete con todo y silla de ruedas en “ el peor cuarto disponible” (a pedido de él) de un geriátrico. La ventana mira a un callejón lleno de basura, con cortinas rotas que cuelgan del marco de la ventana. Las paredes son de un verde pálido y enfermizo y los rincones del cuarto están manchados de humedad.

    “Bueno, ésta es tu vida ahora” se burla BoJack de Beatrice al despedirse de ella. “Esta es la suma de todo lo que hiciste: tú, sola, en este cuarto”.

    Rompí en llanto antes del final de la frase. Suelo identificarme con BoJack de un modo patéticamente gracioso. Pero no estaba preparada para escuchar mis propios pensamientos salir, al pie de la letra, de la boca del desagradable protagonista.

    Pensé que el Alzheimer era demasiado bueno para él, que debería vivir el resto de su vida recordando vivamente lo que me hizo.

    Nunca le dije a nadie que pensaba así, porque creo que cualquiera diría que suena horrible: que mi padre obtuvo lo que se merece. Que vivir aislado en un geriátrico es el final justo de una vida que osciló entre cuidar y eviscerar a todo el mundo que amó. También pensé que el Alzheimer era demasiado bueno para él, que debería vivir el resto de su vida recordando vivamente lo que me hizo.

    A BoJack también lo enoja que su madre no tenga que sufrir mientras él lidiará con las consecuencias de su abuso hasta después que ella muera. Durante la temporada se enfurece con ella por su amabilidad aniñada, y aprovecha sus pocos momentos de lucidez para retorcer el cuchillo de su dolor. Un episodio se centra en que BoJack le quita una muñeca, que Beatrice cree que es un bebé real, y la tira por el balcón, mientras se deleita en el horror de lo que, según ella, es un infanticidio; luego — cuando su humor se convierte en vergüenza — intenta recuperar desesperadamente la muñeca para calmarla. No fantaseo con vengarme de mi padre, pero a veces me enfurece pensar que tuvo que sufrir una enfermedad degenerativa para tratarme como siempre debería haberlo hecho.


    La mayoría de las personas, incluso BoJack, están en su mediana edad cuando comienzan a tener que decidir por sus padres enfermos. Pueden tener una profesión estable, su propio hogar, una pareja(s) que los contienen, incluso hijos propios que les recuerdan que un día alguien cuidará de ellos. Es probable que incluso tengan amigos de su misma edad en situaciones parecidas, a quienes pueden acudir por consejo y empatía. BoJack tiene un trabajo inconstante y le cuesta mantener amistades, pero también tiene un lindo hogar y mucho dinero, básicamente puede hacer lo que desee con Beatrice.

    No es mi caso: tengo 27 años y soy freelancer, vivo con dos compañeros de piso en una ciudad enorme a un largo vuelo de distancia de mi familia. Tengo amigos maravillosos, pero ninguno de ellos tuvo que lidiar con algo así: llamadas y emails constantes con la enfermera y los últimos dos amigos de mi padre, que saben de nuestra relación “difícil” pero aún así, cada vez que pueden, deslizan comentarios desaprobatorios sobre mi ausencia; revisar recuerdos de la vida de mi padre, con la amenaza acechante de que tendrán recordatorios de su abuso; resolver cómo vender la casa y todo lo que está en ella sin tener que entrar ahí. Y a través de todo eso, el cansancio de oscilar entre el enojo, la tristeza, la compasión y la inseguridad cada vez que pienso en él.

    Mi mamá y mis hermanastras siempre me dicen que no intente manejar esto por mi cuenta, que ellas están dispuestas a reabrir sus propias heridas provocadas por mi padre para que las mías no se profundicen. Pero no las llamo. No porque me preocupe herir a quienes me aman, como BoJack suele hacer sin poder evitarlo, sino porque quiero protegerlas. Soy la única persona que comparte el ADN de mi padre, y me siento obligada a mantener esa infección dentro de nuestra línea sanguínea contaminada.

    En lugar de eso, googleo: “Cómo cortar lazos con un padre abusivo”. “Padre abusivo con Alzheimer”. La mayoría de los resultados son foros o sitios médicos apócrifos, casi siempre de personas que me doblan en edad o que viven cerca de sus padres. Los artículos de revistas o páginas de opinión suelen estar escritos por doctores que condenan la crueldad de abandonar a un anciano indefenso. “Desafortunadamente, su hijo se mantuvo enojado por el abuso sufrido y cultivó una furia rencorosa”, escribe un artículo del New York Times, como si la vejez en sí misma absolviera a las personas de sus pecados, como si el enojo del hijo — mi enojo — fuera injusto. Incluso con el escudo de anonimato de internet, no encontré a nadie confesar o decir que su papá la tuvo fácil y lo injusto de que no sufra más ni conviva con su remordimiento.

    Es muy difícil saber si una puede no sentirse mal por darle la espalda a un padre que destruyó tu noción de tí misma — o saber cómo sentir, a secas.

    Pero como BoJack es un caballo antropomórfico animado, y los guionistas pasaron tres temporadas construyéndolo como un imbécil sin dirección que igual te importa, él sí puede decir esas cosas. Se suele criticar a los dibujos animados por hacer una caricatura de la violencia, pero BoJack usa esta licencia del medio para mostrar violencia — ya sea física o verbal — con una franqueza tal que parecería melodramática si proviniera de actores de carne y hueso. Si un ser humano le dijera a su madre que su vida desembocó en nada más que un cuarto decrépito que mira hacia un basural, sería muy difícil no odiarlo, sin importar lo complejo del personaje. Un caballo con ropa, de algún modo, se sale con la suya.

    Y también se sale con la suya la escena aún más devastadora que cierra el capítulo siguiente, “La Flecha del Tiempo”, que narra la conmovedora historia de Beatrice. La vida cuyo acto final es tan deprimente estuvo llena de crueldad y traición, al igual que la de mi padre; cuando terminan los recuerdos, Beatrice tiene un momento de claridad y reconoce a BoJack cuando está por dejarla. Lo llama, temerosa, y pregunta dónde está. BoJack comienza a responderle irritado pero luego se detiene y teje una mentira piadosa: están en la casa del lago de los Horseman, en Michigan, donde tanto Beatrice como BoJack sufrieron traumas familiares. “Es una cálida noche de verano, las luciérnagas bailan en el cielo” dice BoJack, “y toda tu familia está ahí, y te dicen que todo va a estar bien”.

    Y una vez más rompo en llanto: me doy cuenta que si hubiera cambiado de opinión, visitado a mi padre, y él se hubiera puesto nervioso y desorientado, podría haberle dicho lo que sea, cualquier mentira, para hacerlo sentir feliz y seguro.

    Lloré también al darme cuenta que alguna persona que trabaja en ese show debe haber lidiado con algo así, o vio como alguien a quien querían pasar por lo mismo. En una entrevista de Vulture sobre “La Flecha del Tiempo”, la guionista Kate Purdy dijo “Investigamos [ sobre la demencia], y también nos basamos en experiencias personales con miembros de nuestras familias”. Raphael Bob-Waksberg, el creador de la serie, reflexionó sobre las palabras de despedida de BoJack: “Proviene directamente de que él la puso en ése lugar porque siente que Beatrice arruinó la única relación que tenía de un modo realmente horrible. Incluso en ese momento, no puede evitar sentir pena por ella e intentar consolarla un poco”.


    Desde el principio supe, de un modo racional, que no estoy sola y que mi historia no es única. 5.3 millones de estadounidenses mayores de 65 años viven con Alzheimer, y aunque no creo que hayan estadísticas sobre padres abusivos en los Estados Unidos, imagino que por lo menos miles — probablemente cientos de miles — de esos 5.3 millones de personas abusaron de sus hijos de alguna forma. Pero la mezcla de sentirme sobrecogida por la situación de mi padre y sentirme mal por no querer cuidarlo es muy alienante. No sabía lo mucho que deseaba ver a alguien más — una persona, un caballo, quien sea — pasar por la misma crisis sin fin hasta que ví a BoJack darle la espalda a Beatrice.

    Dos días después de terminar la temporada, llamé a mi mamá para decirle que necesitaba ayuda para tomar algunas decisiones sobre mi papá. Por primera vez en mi vida llamé a la abogada de mi padre, le pregunté por el estado de sus finanzas y si calculaba que tendría suficiente dinero en el banco para pasar 15 años más mirando a ese parque verde por la ventana. Envié un mensaje de texto a mi hermana para contarle que la estaba pasando mal, y para pedirle que hablemos pronto.

    No llamé a mi papá, y no sé si lo haré. Pero finalmente puedo admitirlo sin sentir que soy un monstruo.


    Zoë Beery es una escritora freelance .

    Este post fue traducido del inglés por Javier Güelfi.