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No tendría por qué adelgazar para mi boda. Entonces, ¿por qué me siento como una fracasada?

Hasta ahora he aprovechado cada hito de mi vida para estar resentida con mi cuerpo. ¿Por qué voy a dejar de hacerlo ahora?

Los hombres no saben cómo discutir conmigo en Internet. Soy lista, soy cruel y soy rápida y muy pocas cosas hieren mis sentimientos, así que cuando ven algo que he dicho o escrito que no les gusta me suelen llamar gorda. Es un golpe bajo fácil pero horrible, perfectamente adaptable independientemente de que el contexto tenga sentido. Suelo escribir a menudo sobre el acoso en Internet y los peligros de ser mujer en general, pero la manera en que mi autoestima está directamente vinculada con mi peso no es algo de lo que me guste hablar. No hablo del tema con mis amigos ni con mi familia. Casi nunca escribo sobre el tema. Es algo que me toca demasiado la fibra, y nunca quise que mis críticos más agresivos supieran que esa crueldad es la que realmente me llega.

No tengo que trabajar mi autoestima con casi nada más. Cuando la gente dice que escribo mal ni me inmuto, porque sé que eso no es verdad. No reacciono cuando me llaman estúpida o me dicen que me miro el ombligo en el trabajo, porque sé que eso tampoco es verdad. Me han llamado gilipollas, mentirosa, egocéntrica, vaga, maleducada y difícil (mi perfil para ligar está completo), y nada me ha molestado tanto como que me llamen gorda.

Entiendo por qué la gente lo dice. Porque escuece y porque resulta humillante que te moleste algo tan insignificante, algo que en sí no es un insulto. Da la impresión de que sentirse dolida cuando te llaman gorda es antifeminista: no solo te defraudas a ti misma al tomártelo mal sino que también defraudas a la comunidad. Es como si cayera en una trampa que ya sabía que estaba ahí, una trampa que no tuve la inteligencia de evitar. En los últimos cinco años he escrito un libro que ha sido éxito de ventas, me han dado un ascenso y he trabajado en un programa de televisión. También he engordado 10 kilos. Adivinad a cuál de estas cosas le doy más vueltas.


Hoy recibí una persistente notificación por e-mail recordándome que solo quedan 34 días para mi boda. El número no me preocupa. Lo que de verdad me produce ansiedad es darme cuenta de que llevo 490 días organizando la boda. Un año y cuatro meses pensando en centros de mesa y solicitudes para el bindi y lo largo que debería tener el pelo y, por supuesto, discutiendo con mi madre sobre si las sillas deberían tener lazos. (Claro que no. No me creo que tenga que decirlo).

La verdad es que las bodas me dan igual. De joven nunca soñé con ser una esposa, y ni mucho menos con celebrar la boda "de mis sueños". La mayor parte de la planificación para mi boda la lleva mi madre. Sus requisitos para una ceremonia hindú tradicional son demasiado complejos como para liarme con ellos. Estoy agradecida. Me encanta no tener que preocuparme de las cosas. Creía que una vez más estaba consiguiendo dejarme llevar un poco por la apatía. Pero hay un aspecto de la boda con el que no consigo sentir una cómoda apatía por mucho que lo intente. Esos 490 días también indican cuánto tiempo llevo supuestamente intentando y fracasando a la hora de convertirme en una persona físicamente reducida para mi boda.

Me hice la promesa silenciosa de que, para este día, para estas fotos y por una vez, tendré la talla adecuada, me podré poner el vestido adecuado y tendré el aspecto adecuado .

Hasta ahora he aprovechado cada hito de mi vida para estar resentida con mi cuerpo. ¿Por qué voy a dejar de hacerlo ahora? Me prometí a mí misma que estaría más delgada para la graduación del instituto, para el primer día de la universidad, para la boda de una amiga, para la graduación universitaria, para el lanzamiento de mi libro, para mi despedida de soltera y ahora para mi boda. Siempre he fracasado y siempre lo he vuelto a intentar, porque parecía importante que por lo menos hiciera el esfuerzo. Así que me hice la promesa silenciosa de que, para este día, para estas fotos y por una vez, tendré la talla adecuada, me podré poner el vestido adecuado y tendré el aspecto adecuado .

Intentar adelgazar para tu boda no es un fenómeno nuevo, ni tampoco un problema puramente femenino. Mi pareja parece sentir la misma necesidad: quiere estar un poco mejor y más en forma para el "gran día". Hay dietas para la boda, campamentos de adelgazamiento para novias, aplicaciones de adelgazamiento para la boda, dietas de un año, dietas de seis meses, dietas de seis semanas y dietas de un día. Nunca he conseguido que mi madre, una inmigrante india a la que le gusta alimentar bien a la gente por naturaleza, deje por una puta vez de servirme una segunda cucharada de ese arroz blanco repleto de almidón, nuca tan fácilmente como diciendo: "mamá, tengo que entrar en el vestido".

Pero para mí todo esto es básicamente descorazonador. He tenido más de un año para perder el peso que decidí que debía haber perdido. Pero no lo he conseguido. Y mi incapacidad para adelgazar (o tal vez mi negativa, porque sé que es algo que está anclado al auto aborrecimiento, porque estoy harta de tener que preocuparme por ello) me hace sentirme más fracasada aún.

Si quisiera, podría adelgazar. Una vez, un hombre insignificante dejó un comentario en una foto antigua mía, diciendo sencillamente: "antes estabas delgada". Acabé, creo, a lágrima viva. El trastorno alimenticio funcionó de verdad. Sé que puedo adelgazar porque ya lo he hecho otras veces de mil maneras distintas. He hecho la dieta de Weight Watchers, la dieta cetogénica, la paleodieta, la dieta baja en hidratos de carbono y alta en grasa, la restricción calórica, y también he probado a no comer nada. Y me funcionó todo. Cuando tenía 16 años y pesaba 59 kilos (un número que entonces me parecía terriblemente elevado) dejé de comer al mediodía, siempre me saltaba el desayuno y tomaba solo la mitad de la cena. Perdí bastante peso. Con una gran sonrisa, le enseñé a mi madre lo grandes que me quedaban los pantalones, pensando que estaría orgullosa de mí ya que ella también estaba siempre a dieta. Me miró horrorizada y empezó a obligarme a cenar. Sé que puedo adelgazar porque lo conseguí cuando me forcé a vomitar después de todas esas cenas.

Siempre volvía a engordar, porque aquellos rituales eran insanos, peligrosos e insostenibles. Dejé de hacerlo porque ser cruel conmigo misma suponía muchísimo trabajo que ya no quería hacer. Comí feliz, me enamoré y me esforcé por tener una vida que no incluía a la gente que habla de privaciones como si fuera algo divertido y recreativo.

Y, en ese plazo de tiempo, la positividad corporal se ha convertido en un nuevo estribillo cultural, la respuesta más clara para muchas mujeres que llevan varias generaciones odiando su aspecto. Mujeres famosas presumen de sus curvas, muestran sus estrías sin tapujos y Beyoncé habla de su FUPA en el número más importante de la revista de moda más prestigiosa. Pero, aunque resulta confuso, perder peso se sigue viendo como una especie de éxito que hay que conseguir alcanzar.

Lo único que quiero es apatía: no sentir nada acerca de mi cuerpo, sentirme sencillamente agradecida de que funcione como me hace falta.

Mi diálogo personal con mi cuerpo aún no ha avanzado lo suficiente hasta el punto de que pueda amar lo que tengo. Es un proceso, ya lo sé, pero sinceramente quiero pasar el menos tiempo posible pensando en mis brazos y piernas y cómo se me dobla la grasa de la espalda en la playa cuando no presto atención. Lo único que quiero es apatía: no sentir nada acerca de mi cuerpo, estar sencillamente agradecida de que funcione como me hace falta, que pueda vestirlo (cuando me vea obligada a ello) o alimentarlo cuando sea necesario (¡sorprendentemente, muy a menudo!). El amor, al igual que el odio, requiere demasiado esfuerzo activo para algo con lo que ni siquiera quiero tener nada que ver.

Por eso, mis esfuerzos por perder peso este año han sido como mucho flojillos. Ya no quiero abusar de mi cuerpo para reducirlo, pero sigo sintiéndome culpable por ser una novia que tampoco está intentando deshacerse de una porción de su cuerpo para que pueda deslizarse hacia el altar como una etérea sílfide. Por eso no solo he fracasado en lo que respecta a mi talla sino también en mi negativa a cambiarla, a hacer el esfuerzo necesario para ser una novia tranquila y sin agobios totalmente relajada con este día tan caro y singular de mi trágicamente larga vida, y que además está más delgada que yo.

Mientras planificaba nuestra boda he hecho muchos esfuerzos para tranquilizar a mucha gente. Me negué a celebrar mi boda en mi ciudad natal, a 3200 metros de distancia. Me negué a ponerme la ropa que mi madre quería que me pusiera. Me negué a nada que no fuera una barra libre, me negué a excluir a mis amigos masculinos de ceremonias que supuestamente son solo para chicas, y me negué a aceptar las sugerencias de los expertos que insistían en que prometa abiertamente a mi futuro marido que le daré hijos. (Eso último apenas es una victoria si rascas la superficie: él sigue obligándome a prometérselo pero ha aceptado que no haga la promesa en alto, sino que sea una promesa silenciosa a la que yo me niego vocalmente). Se me está dando muy bien esto de que no me importe una mierda lo que piense la gente que viene a la boda. (¡No va a haber opciones veganas!
¡¡Me da igual!!) Lo que aún no he conseguido es mandar a la mierda a las voces internas que me avergüenzan. Es mi boda. Ni siquiera estáis invitadas.

Mi vestido de novia tiene dos piezas, un lehenga indio en rojo intenso y cuajado de cuentas. Es precioso, está hecho a medida y no me viene. No puedo abrocharme la cremallera hasta arriba en la parte superior. Me aprieta los pechos y me hace sentir que me voy a ahogar. Hay tela suficiente para adaptarlo de manera que me quede bien, pero eso es algo que también me recuerda que no empequeñecí como estaba pensado.

No me gusta pensar en el vestido porque es un arma de doble filo, un doble fracaso. La primera derrota está en los kilos que me sobran. La segunda derrota está en no poder dejarlo pasar y vivir con el hecho de que mi puta talla es mayor. Y sé que todo esto (sentirme mal con mi cuerpo, sentirme mal por no hacer nada al respecto y luego sentirme culpable por tener estos sentimientos) es un ciclo interminable diseñado para seguir estando enferma. Al final tendré que darme permiso para aceptar estos sentimientos o dejarlos marchar. Prefiero lo último.


Todas las mujeres casadas que conozco que no son delgadas por naturaleza han aprovechado su boda como una oportunidad para estar lo "mejor" posible, es decir, lo más delgadas posible. Una vez trabajé con una mujer que como preparación para su boda salía a correr dos veces al día (camino al trabajo y de vuelta a casa) durante varias semanas. Cuando llegó el gran día, era puro granito y encaje. Los álbumes fotográficos de novias muestran mujeres de talla ejemplar, chicas ligeras y photoshopeadas para ser tan esbeltas que parece casi imposible que puedan cargar con tanto tejido regio.

Parece que está generalmente aceptado querer adelgazar para tu boda, tanto que prácticamente te lo exigen. Una amiga me envió un mensaje de texto en broma: "¿Me puedes ayudar a perder 10 kilos antes de tu boda?", al cual yo respondí: "¿Me puedes ayudar tú A MÍ a perder 10 kilos antes de MI boda?". Nos reímos. No deberíamos habernos reído. Mientras tanto, mis tías me advirtieron que no adelgazara demasiado, como hizo una prima mía que se quedó tan delgada que en su boda se le cayó el vestido y tuvieron que ajustárselo a la ropa interior con imperdibles para que no se quedara desnuda.

Parece que está generalmente aceptado querer adelgazar para tu boda, tanto que prácticamente te lo exigen.

En mi familia, hacer dieta para la boda es una tradición que va más allá de las personas que se van a casar. Cuando se casó mi hermano hace 11 años, mi madre hizo una dieta estricta absurda para prepararse. Para desayunar tomaba dos palitos de pan, de comida una ración pequeña de verduras al vapor con pollo y de cena un pequeño filete de pescado. Estaba abatida y malnutrida. Me echó la bronca durante meses (yo tenía 16 años) porque estaba evidentemente muerta de hambre. La dieta restringió tanto su alimentación que tuvo que obtener la aprobación de su médico y acabó teniendo que inyectarse suplementos, supongo que para no acabar con escorbuto.

El primer día de los cuatro que duró la boda, mi madre, aturdida y agotada, se dejó nuestro teléfono fijo dentro del congelador del sótano y me echó la culpa, gritándome todo tipo de improperios e insultos tan hirientes que incluso hoy en día, sabiendo que no era intención suya, apenas me atrevo a recordar. En las fotos de la boda tiene un aspecto esquelético y nunca sabe dónde poner los brazos, así que se los agarra como esperando que no se le caigan al suelo.

Ahora mi madre tiene sesenta y tantos años y ha recuperado gran parte del peso (no por falta de intentar lo contrario). Su talla vuelve a ser saludable. Su medicación y sus genes no son compatibles con el modelo de delgadez que ella admira. Ahora es como yo: de talla media, algo que le produce una tácita amargura. Yo la prefiero así. Sus huesos no parecen tan afilados y no enseña tanto los dientes. Puedo conseguir que se tome un helado. Cuando la abrazas notas todo su cuerpo, una cálida ambrosía, en vez de solo el espinazo y la clavícula. Una vez, limpiando el congelador, encontró un brownie con marihuana que mi hermano mayor había olvidado ahí mucho tiempo atrás, y de un antojo se lo comió de un bocado sin darse cuenta de que era psicoactivo. Estuvo horas colocada, pero lo que realmente me hace reír es que se comió un brownie. Sin problemas, sin contar calorías, sin sentirse culpable. Eso me hizo quererla mucho más.

Cuando volví a casa de visita hace unas semanas fui al cuarto de baño de mis padres a pesarme, como hago todas las mañanas, viendo cómo el número va subiendo a pesar de mis esfuerzos. La báscula, que llevaba 27 años viviendo en el mismo sitio, había desaparecido. Fui a la cocina y le pregunté a mi padre dónde estaba. "La he puesto en el sótano. Tu madre estaba obsesionada con ella".

Resulta demasiado sencillo establecer una línea tan nítida entre la relación que mi madre tiene con su cuerpo y la que yo tengo con el mío, pero... ¿qué otra cosa puedo hacer? Mi madre siempre decía lo desafortunado que es que las chicas de la familia tengamos las caderas, los brazos y las piernas gruesos, que tenemos que trabajar "aún más duro" para tener una talla aceptable. "Lo que pasa es que eres de huesos grandes", me decía ella, y eso me daba mucho más espacio para tener el cuerpo más grande. He heredado de mi madre esta manera de hablar y ella lo ha heredado de su madre, con el añadido de la legión de voces que rodean a todas las mujeres y les recuerdan que no bastan. Soy igualita a mi madre. Tengo la cara redonda y los dedos cortos como ella, y cuando vemos anuncios en los que salen manos incorpóreas partiendo un sándwich de queso a la plancha, con las tiras de queso derretido en medio, las dos nos quedamos en silencio, salivando e instantáneamente hambrientas. Es una mirada que me gusta en ella. Ojalá mientras yo era pequeña ella hubiera estado a gusto con su aspecto.

Ahora mismo, mi único camino claro es no transmitir a nadie el trauma psicológico que he heredado. Hace unos años, cuando mi padre tomó la decisión idiota de regañarme por repetir de un plato que había preparado mi madre (¿quién no va a querer repetir?) dejé caer el tenedor y me quedé callada en la mesa, negándome a probar bocado mientras mis padres discutían. Estaba tan concentrada en intentar no llorar que apenas me di cuenta de que mi sobrina, que entonces tenía 6 años, observaba cómo yo no comía. Ella también dejó el tenedor en la mesa, esperando que le dijeran qué hacer. Yo tomé más comida y ella, cuidadosamente, volvió a coger el tenedor.

¿Debería comerme una bolsa de chocolates mientras estoy de viaje, o quiero estar estupenda en las fotos de mi boda? O mejor aún: ¿cómo puedo estar irreconocible?

Comer siempre ha sido motivo de tensión para mí, pero ahora mi cuerpo tiene un plazo que cumplir. ¿Debería comerme una bolsa de chocolates mientras estoy de viaje (una actividad que me produce una ansiedad que solo consigo calmar comiendo cosas) o quiero estar estupenda en las fotos de mi boda? O mejor aún: ¿cómo puedo estar irreconocible? ¿Pueden hacerme fotos en las que parezca que me han puesto el cuerpo de otra persona, que me han alisado la piel, me han hecho el cuello y los brazos más finos, me han puesto el ombligo más arriba y me han aplanado el abdomen? Cuando la gente mire mis fotos dentro de unos años, ¿verán a alguien en su mejor momento en vez de a alguien que siempre ha acarreado un cuerpo típico, aburrido y corriente con el que aún no estoy satisfecha pero que funciona perfectamente? ¿Puedo parecer agradecida a la vez que albergo una silenciosa angustia psicológica?

Para mi boda mi madre ha decidido no hacer la dieta estricta que hizo para la boda de mi hermano. Ahora tiene tiene más de diez años desde ese día, y al igual que yo está agotada por la rutina de siempre. "Ya no tengo la energía necesaria", me dijo entre suspiros. Ella sigue deseando ser más delgada (¿me libraré yo de esto si ella aún no lo ha conseguido?) pero ha establecido una tregua con su cuerpo. Y esta es otra cosa que nunca me había esperado: su decisión de no volver a hacer una dieta estricta, de ser la persona y el cuerpo que más me gusta, me ha hecho querer darle lo que ella quiera para esta dichosa boda. ¿Un modelito distinto para la recepción? Pues vale. ¿Quieres que me ponga todas tus joyas nupciales de oro durante la ceremonia? Sin problema. ¿Quieres invitar a seis personas nuevas un mes antes de la boda sin decírmelo, y luego obligar a hacer cambios drásticos en la colocación de los comensales? Lo que tú digas; solo tienes que quererte tanto como yo necesito que te quieras.

Cuando me transmitió su nueva apatía le dije que había quedado con una amiga después del trabajo para ir a comernos unos tacos. "¿Tacos?" dijo, con cuidado. ¿Te está permitido comer eso?" Así que, claro, me pedí una ensalada.


Hace unos meses me uní a otra aplicación de adelgazamiento. Le di a "comprar" mientras me regañaba a mí misma totalmente consciente de que seguramente no voy a adelgazar, en gran medida porque no quiero. Pero no me siento lo suficientemente cómoda como para darme permiso para dejar de intentarlo. No obstante, esa fue la primera vez que no sentí alegría ni esperanza, o por lo contrario una absoluta desesperanza, como si este programa fuera el que me hará feliz o me cambiará la vida o evitará que tome otros caminos de autoflagelación mucho más peligrosos. Era como cuando lees cartas o diarios antiguos antes de tirarlos a la basura: déjame hacer esto una última vez para poder olvidarme de ello para siempre.

La nueva aplicación no difiere de las otras que he probado. ¡No olvidéis que viven de tu fracaso! La única diferencia es que esta te mete en grupos con otras mujeres (principalmente) que también están intentando adelgazar y comparten sus historias personales para darse apoyo. Cuentan que se sienten mejor por hacer más ejercicio pero no han perdido mucho peso, lo defraudadas que se sienten consigo mismas cuando comen demasiado pan, que van a empezar a usar platos más pequeños y que han empezado a sentir mareos por comer demasiado poco. Publican imágenes suyas y me vuelven a repetir las mismas cosas que he dicho sobre mí misma una y otra vez.

Es el lugar más deprimente y tóxico de mi teléfono (¡incluyendo Twitter! ¡INCLUYENDO TWITTER!!!). Aun así, siento que necesito estar ahí para decir adiós. Siento que podría ser mi último devaneo con algo que llevo quitándome de encima la mayor parte de mi vida. Siento que, por fin, casi he dejado atrás este esfuerzo en particular.

Los 490 días que llevo preparando esta boda podrían considerarse un plazo de tiempo de fracaso, pero hay otra manera de verlo. También he pasado este tiempo consumiendo hidratos de carbono tras un año evitándolos; he pasado este tiempo yendo a barbacoas con mis amigos, haciendo ejercicio porque quería y no porque me sentía obligada a hacerlo. Un año y cuatro meses con mi estúpido prometido, nuestro gato regordete y unos 15 mapaches salvajes que viven en el jardín de atrás y ahora son mis horribles hijos. Y los 34 días que quedan no tienen por qué convertirse en la cuenta atrás de una meta inalcanzable sino de una gran fiesta, un gran banquete, un día con todas las personas a las que quiero y una barra libre por la que he luchado arduamente. Mi boda no es el día más importante de mi vida; al menos no creo que debería serlo. Pero podría ser el primer día de una serie de días importantes que he alcanzado. ●

Este artículo ha sido traducido del inglés.