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    Intento proteger a mi hijo de la ansiedad que le he transmitido

    He luchado contra "malos pensamientos" durante toda mi vida y, aunque no puedo evitar que mi hijo los tenga también, puedo enseñarle cómo vivir plenamente.

    Cuando mi hijo mayor Griff tenía 3 años y medio no comía nada si no era siguiendo unos parámetros muy estrictos. Para su tercer cumpleaños recibió una tarjeta de felicitación con música y un hámster vibratorio que cantaba "Kung Fu Fighting"; y tenía que escuchar la canción de la tarjeta, una y otra vez, mientras comía. Tan pronto como la canción terminaba y la extraña y huidiza vibración de ese roedor de cartón se apagaba, mi hijo contemplaba su comida, se mostraba espantado, y reproducía la canción de nuevo. A veces, cuando estoy comiendo, puedo escuchar los ecos de esa canción rebotando por mi cerebro.

    Miré a mi hijo, tan hermoso, llorando, incapaz de hacer esa única cosa necesaria para mantenerlo con vida.

    Había veces en las que esto no era suficiente. Lloraba, sollozaba, se negaba a comer. Mi esposa y yo estábamos aún aprendiendo a cuidar de un niño pequeño. Nuestro pediatra nos dijo que Griff no estaba comiendo lo suficiente. Nos sentíamos juzgados de un modo que solo los padres primerizos conocen. Le suplicábamos a Griff que comiese. Se negaba a hacerlo. Una noche, después de casi 20 minutos de una locura que iba progresivamente aumentando en todos nosotros, me inundó una especie de aturdimiento paralizante. Mis tics, mis giros de cabeza y mis gruñidos entre dientes empezaron a manifestarse. Miré a mi hijo, tan hermoso, llorando, incapaz de hacer esa única cosa necesaria para mantenerlo con vida. —No puedo —gritaba. —Tengo malos pensamientos.

    «¿Qué malos pensamientos?». Preguntaba mi esposa, como habíamos preguntado tantas otras veces.

    «No puedo decírtelo». Contestaba él.

    «Cuéntanoslos». Decía yo. «Simplemente dinos lo que pasa. Todo irá bien».

    «¡No!». Gritaba Griff.

    Nuestra mesa era muy pequeña. Podíamos acercarnos y tocarnos unos a otros con el más ligero movimiento. Pensé en mi hijo. Pensé en mi propia niñez. Desde los seis hasta los doce años no pude cenar sin leer tebeos de Archie. Mis padres llevaban recopilaciones dobles de Archie a restaurantes o las casas de otra gente. Si no leía estos tebeos me asaltaban los malos pensamientos. Solía tener un pensamiento recurrente y abrumador totalmente ridículo pero que me impedía comer y me provocaba náuseas.

    Miré a mi hijo.

    «¿Puedes decirnos cuál es ese mal pensamiento?». Le pregunté.

    «No». Contestó él. Estaba muy cansado.

    «Si lo adivino, ¿me lo dirás?». Finalmente se lo pregunté.

    Reflexionó sobre el asunto. «Vale». Contestó.

    «¿Es un alienígena y está cubierto de una cosa así como viscosa?».

    Griff me miró y vi un fugaz destello en su conciencia. Me miró como si me conociese y no me conociese a la vez.

    «Sí». Contestó.

    «¿Es eso?». Le pregunté.

    Él asintió.

    «Ese es mi mal pensamiento también». Le dije.

    «No quiero comer». Respondió, y esa noche mi esposa le dijo que no tenía por qué comer.

    No sé si ese era verdaderamente su mal pensamiento. Sé lo fácil que habría sido estar de acuerdo con cualquier cosa que yo hubiera dicho, simplemente para dejar el tema atrás, para evitar preguntas, porque odiaba cuando le preguntábamos cosas. Pero creo que ese era su mal pensamiento. Y lo creo porque ese era mi mal pensamiento, casi 30 años antes de que él naciera.



    Era difícil no pensar en él como en mí mismo. Y eso me asustaba.

    Esa noche, una vez Griff se hubo dormido, tuve un mal pensamiento diferente. Os diré en qué consistía. Había estado viviendo una vida en la que a veces era casi imposible para mí existir en el mundo real. Estaba asustado de tantas cosas que a veces me encontraba paralizado dentro de mi propia mente. Pensé en mi hijo, esta maravillosa persona que yo había ayudado a crear. Pensé en ese alienígena, cubierto de babas. Había arrastrado esa imagen hacia una parte tan profunda de mi cerebro que se la había transmitido a mi hijo. Lo había asustado. Y pensé en las cosas que había en mi cerebro mucho peores que ese alienígena cubierto de babas. Me pregunté si Griff las tendría en su cabeza también, esperando a manifestarse. Era mi hijo y lo quería, pero era difícil no pensar en él como alguien más que mi hijo. Era difícil no pensar en él como en mí mismo. Y eso me asustaba.

    Por esa época Griff empezó a desarrollar tics siempre que estaba viendo la tele u observando sus libros de dibujos atentamente. Parpadeaba rápidamente, con la cabeza inclinada a un lado, y así seguía durante minutos. No parecía ser consciente de todo esto, ni le molestaba. Pero yo no podía parar de mirarle. Me habían diagnosticado síndrome de Tourette de adulto, y sus tics se parecían un montón a los míos, movimientos espasmódicos de la cabeza. Mientras estaba viendo algún programa en la tele, con mi esposa sosteniéndolo en su regazo, yo cogí nuestra cámara y le grabé en vídeo mientras estaba experimentando estos tics. Enviamos el vídeo a su pediatra, el cual dijo que sí que se parecía al síndrome de Tourette, pero que era complicado saberlo con seguridad. Vi el vídeo en mi ordenador y sentí cómo una tristeza rasgada y furiosa me fluía por el pecho. No pude terminar de verlo; borré el vídeo. «Esto es por mí» –le dije a mi esposa, la cual comentó que la cosa era mucho más complicada que eso. «Siento que está llevándose las peores partes de mí mismo» –le dije a mi esposa, y ella contestó que no era verdad. No llevamos a Griff a un especialista. No quería tener que enfrentarme a eso. Después de dos o tres meses los tics pararon. «¿Lo ves?» –dijo mi esposa. «Está estupendamente. Está bien». Supe que iban a volver a aparecer, por supuesto que lo harían. Yo los tenía, y él también.

    Griff se parece a mí a su edad. Mis padres tienen una foto mía en Halloween de cuando tenía 3 años llevando un disfraz de Boba Fett. La tienen en el frigorífico cerca de una foto de Griff cuando tenía 3 años, llevando su propio disfraz de Boba Fett. Es muy difícil darse cuenta de que se trata de dos niños diferentes. O quizás otras personas sean capaces de ver la diferencia. Yo no puedo.


    Unos cuantos años antes de tener a Griff, sufrí una crisis nerviosa. Mi cuerpo se bloqueaba, se quedaba rígido y yo empezaba a emitir unos extraños y ahogados alaridos. Mi esposa me acariciaba el pelo mientras yo gritaba, incapaz de moverme. A veces tuvo que llamar a mis padres, y ellos venían en coche para cuidar de mí, no muy seguros de lo que hacer. Pedí permiso para ausentarme un tiempo del trabajo y me fui lejos de Tenesse hasta el hospital McLean en Belmont, Massachusetts, para intentar averiguar lo que estaba pasando. Fui a terapia, cambié mis medicamentos, me senté en salas llenas de gente mucho más joven que yo, con problemas más profundos, e intenté averiguar el modo de volver a la vida que había construido. Mi esposa y yo llevábamos casados solamente un año. Me imaginé un futuro en el que nunca me levantaría de la cama, en el que mi esposa velaría por mí, en el que su propia vida quedaría arruinada. Me imaginé a mí mismo conduciendo mi coche hasta estrellarme contra un árbol, cortándome una y otra vez con un cuchillo, nadando de noche por un lago hasta estar demasiado cansado para seguir, hasta hundirme bajo la superficie. Pensé en cosas mucho mucho peores, cosas que no quiero decir en voz alta, incluso contra mi voluntad. Volví a Sewanee, sin estar curado pero sintiéndome mejor. Volví al trabajo. Mi esposa y yo salíamos a pasear a los perros por el bosque, el mundo a nuestro alrededor era bello. Ella quería tener un niño. Habíamos estado hablando sobre ello antes de mi crisis. No me sentía capaz de poder cuidar de un hijo. Pasó un año. La medicación había normalizado mi vida, aunque seguía teniendo arrebatos y mis tics eran numerosos. Mi esposa era 10 años mayor que yo. Teníamos que tomar una decisión con respecto a tener hijos. Dije que vale. Me intenté imaginar a nuestro hijo. No fui capaz. No era un pensamiento ni bueno ni malo. Era un pensamiento completamente vacío, y no era capaz de expresar qué significaba esto.

    Siempre he luchado contra pensamientos indeseados, contra cosas horribles que me asaltan como una ráfaga de luz cuya fuerza me hace retroceder. Cuando un mal pensamiento me asalta tengo que sacudir la cabeza, una rápida sacudida hacia un lado, y entonces mi esposa me preguntará que qué me ocurre, aunque ella ya lo sabe. «He tenido un mal pensamiento» –le digo. Tengo más pensamientos malos que buenos. He tenido una vida relativamente fácil. Mis padres y mi hermana siempre me han querido y han cuidado de mí. Mi esposa me quiere y soy más feliz con ella de lo que he sido jamás. Tengo unos hijos guapísimos, amables y encantadores. Aparte de mi lucha contra enfermedades mentales, he recibido la mayoría de las cosas con las que soñaba. Pero los malos pensamientos están ahí. Y nunca se van.

    Siempre he luchado contra pensamientos indeseados, contra cosas horribles que me asaltan como una ráfaga de luz cuya fuerza me hace retroceder.

    Griff tiene ahora 8 años. Tiene un montón de amigos. Le va bien en la escuela. Es amable con otras personas. En cierto modo, es en esto en lo que somos diferentes. Se dirige directamente a extraños y se presenta, les da un apretón de manos, cosa que me aterroriza, sin saber cómo van a tratarle, lo que van a decir. Justo anoche, William, el amigo de Griff, estuvo en nuestra casa, y cuando iba a irse Griff le dio un abrazo y dijo: «William, te quiero un montón», y yo me pregunté cómo un niño que lucha contra su propia tristeza puede mostrarse tan abierto con el resto del mundo. Me hace feliz.

    Y Griff es feliz. Pero lucha contra sus malos pensamientos. A menudo dice que es un estúpido. Se da golpes en la cara y en la cabeza cuando dice esto, y luego se queda tumbado boca abajo en el suelo. Por las noches nos llama para que vayamos a su habitación, al menos tres veces, para decirnos que ha tenido un mal pensamiento. Si le preguntamos qué era, dice que no puede decírnoslo.


    Este año nos reunimos con sus profesores de tercero para asistir a la primera conferencia de padres y profesores. A Griff le estaba yendo muy bien en clase, y dijeron que se comportaba con educación. «Pero es el aprensivo de la clase» –comentó su profesora. Su profesora de lenguaje asintió. «De verdad que lo es» –añadió. Mi esposa mencionó lo a menudo que Griff dice que es estúpido o una mala persona. Nos dijeron que con frecuencia decía estas cosas en la escuela. Les explicamos que solemos alabarle, que intentamos mostrarle todas las formas en las que logra cosas, pero que no parece creernos. «A veces» –dijo mi esposa– «creo que dice estas cosas para llamar nuestra atención, para que le demos confianza». Su profesora asintió. «Sé de niños que hacen eso» –comentó, y pude sentir cómo mi cuerpo se relajaba, un aplazamiento temporal de mi ansiedad. Luego continuó.
    «Pero creo que Griff verdaderamente lo dice en serio». Y entonces se me llenaron los ojos de lágrimas, pude sentir una abrumadora rigidez en el pecho. Supe qué clase de seguridad era aquella, y la contuve en mi propio corazón.

    Esa noche me senté en la cama con Griff y leímos un libro, y le dije que lo quería. Él me dijo que me quería. Nos quedamos echados allí en la cama, cada uno conteniendo en nuestras mentes algo desconocido para el otro. Quería saber lo que estaba pensando, quería saber exactamente lo que era aquello, para poder decir: «Yo también estoy pensando eso, justo lo mismo, cariño». Y así no se sentiría solo. Y vería que yo había llegado hasta allí, había construido una buena vida, y que fuera lo que fuese aquello que tenía en la cabeza no le impediría conseguir las cosas que deseara.

    Pero no sé lo que pasa por su cabeza. No importa lo mucho que yo desee que sea verdad: no somos la misma persona. Le quiero a él y a su hermano, más que a nada en el mundo, pero existen límites en cuanto a lo que puedo hacer para que tengan una vida feliz. Tengo malos pensamientos. Griff también. Cuando acabamos de leer, acompañe a Griff a su habitación, lo metí en la cama y lo arropé, y apagué la luz. Volví a mi propia habitación, en donde mi esposa estaba cantándole a nuestro hijo más pequeño, Patch, y esperamos a que Griff nos llamara con un mal pensamiento en la cabeza, momento en el que yo siempre siempre iría hasta él, para vigilarle y estar con él tanto tiempo como me necesitase.


    Kevin Wilson es el autor del superventas del New York Times "The Family Fang", nombrado mejor libro del año por las publicaciones Time, People, Salon, y Esquire. Su colección de historias "Tunneling to the Center of the Earth" recibió el premio Alex por parte de la American Library Association, además del premio Shirley Jackson. Su obra de ficción ha aparecido publicada en Ploughshares, Tin House, One Story, y otros lugares. Enseña ficción en la Universidad del Sur y vive en Sewanee, Tennessee, con su esposa y sus dos hijos.

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    Este artículo ha sido traducido del inglés.