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    Mi esposo me abandonó, pero conservo su apellido

    No soy la persona que solía ser antes de casarme; y estoy orgullosa de eso.

    A veces olvido que solía estar casada. Es lógico: comparto un departamento en Boston, lugar en el que vivía antes de casarme, y actualmente vivo el romanticismo distópico de las citas online.

    Pero a veces veo mi apellido. Me recuerda al hombre con quien lo compartí, el mismo hombre que luego de 15 meses de matrimonio y cuatro años y medio juntos, de un día para el otro me dijo que quería el divorcio. En seis semanas, perdí muchas cosas que amaba; mi apartamento, mi perro, mi vida en Nueva York, y mi esposo.

    Me mudé de Brooklyn a Boston en febrero, y el frío parecía un reflejo de lo que sentía: dolor, ira, tristeza e insensibilidad. A pesar del dolor, hice todas las actividades de rigor: terapia, yoga, un diario personal. Salí con viejos amigos y exploré mi nuevo barrio. Lloré. Me esforcé en ser una persona completa para dejar de sentirme como si fuera un espacio vacío envuelto en piel. Lo único que no hice fue cambiar mi apellido de casada.

    Casi cinco años atrás, al cumplir 27 años, mis amigos me regalaron un osito con un sombrero de vaquero negro con las letras “JLDO” pintadas con brillantina dorada. Eran las siglas en inglés de Jill la del Oso, el apodo que me pusieron cuando descubrieron que mi apellido, D’Urso, quiere decir “del oso” en italiano.

    A decir verdad, ese apodo probablemente fue la mayor conexión que sentí con mi apellido. La mayor parte del tiempo, me molestaba; que lo digan o escriban mal, las burlas y ese apóstrofe maldito. No creerías que una puntuación tan pequeña podría causar tantos problemas, pero así era. Todo era una odisea: desde la fila en la escuela hasta retirar una receta en la farmacia.

    Tampoco sentía lealtad por el apellido familiar. Mi padre es hijo único, segunda generación de italianos estadounidenses, y no siente un amor especial por la madre patria. Ni siquiera sé de qué region de Italia provenimos. Ambos lados de mi familia (la familia de mi madre es franco-canadiense) pasaron por una purga de todo significado cultural exhaustiva, a través de lo escurridiza que puede ser la vida suburbana. Somos tan apáticos respecto a nuestra ascendencia, que mis padres y mi hermano comenzaron a referirse a su apellido como Durso, sin el apóstrofe; una resignación ortográfica semejante a encogerte de hombros y decir “Tú ganas”.

    Pero mi apellido no era el único atributo incómodo durante mi infancia. Mi pelo tenía mucho frizz y para colmo con el corte de pelo a lo “Rachel”, tenía los dientes torcidos y usaba anteojos redondos y celestes. No tenía muchos amigos. No tuve novio hasta mis 22 años. Y hasta ese momento, casi no había besado a ningún chico.

    A mis 23 años, cuando terminó mi primera relación seria, me resigné a mi solteronería inevitable. Esta sensación de tragedia romántica fue una parte integral de mi identidad, aunque cada vez que soplaba las velitas de cumpleaños o tiraba una moneda en una fuente, deseaba por alguien que me ame.

    Todo eso cambió en el verano de 2009, poco tiempo después de cumplir 27 años. Durante la fiesta de graduación de una amiga en Sag Harbor, Nueva York, estaba sentada en el patio mirando a las estrellas; todos se habían ido o estaban durmiendo.

    Todos menos uno de mis mejores amigos.

    Era tarde y hacía frío. Yo temblaba. Él puso sus brazos a mi alrededor. Dejé que lo haga, y me apoyé en él. Seguimos mirando el cielo y me dije que solo me abrazó porque tenía frío y porque era mi amigo.

    Aunque vivíamos en ciudades diferentes, hablábamos todos los días por Gchat durante horas, lo que hacía más soportables nuestras jornadas en trabajos de escritorio de sueldos y exigencia bajos. Nuestras conversaciones se habían puesto más serias y a veces coqueteamos, sin embargo no podía concebir que alguien que me conociera tan bien se sintiera atraído por mí.

    “¿Abrazas así a todas tus amigas?” me animé a preguntar, envalentonada por todo lo que bebí durante la velada.

    “No”, me dijo, risueño. “Solo a tí”. Me confesó que desde hacía un tiempo sentía cosas por mí.

    Comenzamos a salir un par de meses después, y todo en mi vida pareció encajar. Un año después, nos mudamos juntos a un departamento en Brooklyn. Conseguí un trabajo, hice nuevos amigos y me sorprendí de mi buena fortuna.

    Ocho meses después, cuando nos comprometimos, me resultó sencillo adoptar el apellido de mi esposo, Gallagher. No hubo discusión. Su nombre era todo lo que el mío no; simple, común, alfabetizable. Y lo más importante, le pertenecía a un hombre que, para mí, lo era todo. Gallagher era una elección, a diferencia del apellido con el que nací, que nunca me había gustado. Para mí, adoptar su apellido era motivo de celebración.

    Para una mujer, conservar su apellido luego del matrimonio es algo liberador. Estoy de acuerdo, pero no creo que mantener su apellido de nacimiento (habitualmente el de su padre, otro apellido masculino) sea la única manera en la que una mujer pueda demostrar su fuerza e independencia. De cualquier modo, al momento del matrimonio, es una decisión que se deja para la mujer, a la que se le hace creer que nuestro feminismo e identidad están en riesgo por esta unión. O el apellido de nuestro padre o el de nuestro marido. ¿Cuál es la diferencia?

    En tiempos en los que se puede definir a una persona según sus resultados en Google, es fácil comprender que una mujer sea reticente a cambiar su apellido. Quizás pasó años armando una carrera o un portfolio, o simplemente quiere que sus amigos del secundario la encuentren online más fácilmente. Conforme crece el promedio de edad en el que las parejas se casan por primera vez, más mujeres eligen ese camino.

    Pero cuando me casé, creí que lo mejor estaba por venir. Al volver de nuestra luna de miel, comencé un trabajo nuevo y (aún) no era una escritora famosa. No tenía razón para creer que alguna vez desearía dejar de ser Jill Gallagher.

    El matrimonio cambió más que mi apellido; cambió mi manera de ser. Pasé de ser Jill D’Urso, a quien nadie quería y era insegura de sí misma, a ser Jill Gallagher, una persona absolutamente amada. Mi nuevo apellido era la prueba de ese amor.

    Claro que las mujeres no necesitan la prueba del amor de un hombre para ser felices, pero estar casada a mí me hizo feliz. Nos casamos en una granja cerca de mi hogar familiar en Rhode Island, y mientras atardecía en la bahía del monte Hope, recitamos nuestros votos. Me dijo que siempre estaría segura entre sus brazos. Le dije que era mi “norte verdadero”, la brújula a través de la cual guiaba mi vida. Comimos langosta, bebimos y bailamos con la gente que más queríamos en el mundo.

    Luego de eso, caímos en una rutina; pasear al perro, maratones de Netflix, ir de compras los domingos. Hacíamos fiestas, probábamos nuevos restaurantes y nos íbamos de vacaciones. Hablamos sobre irnos de Nueva York y de cómo llamaríamos a nuestros futuros hijos. Para mí, nuestra vida juntos pareció un cuento de hadas, el tipo de historia que me contaría antes de ir a dormir. ¿Quién no querría compartir esto con el mundo?

    Fue un miércoles a la mañana de diciembre, a poco más de un año de nuestra boda, que sentados en el sillón lo escuché mientras me decía, titubeante, que había cosas de su pasado con las que estaba lidiando, y que no estaba seguro de poder seguir siendo un buen esposo para mí.

    Lo tomé de la mano y le dije que, sea lo que fuera, lo ayudaría, y que podríamos superarlo juntos.

    Luego, silencio. El tipo de silencio que se siente como un abismo que nunca podrás cruzar. No estoy segura cuánto tiempo pasó; dos minutos, cinco o diez. Lo único que sé es que jamás volvimos a ser como éramos antes de aquel silencio.

    “Jill, no te fui fiel”. Su voz era como un graznido, confusa y extraña, como si hablara en otro idioma. “Me enamoré de otra persona”.

    El día se hizo noche. Gritamos y lloramos durante horas. Sentí cada lugar común: el piso que se abría bajo mis pies, el mundo que se hacía trizas frente a mis ojos, nuestra vida juntos que se convertía en una nube de humo. La mañana siguiente, salió a trabajar y no volvió por varios días, y cuando lo hizo fue para decirme que se terminó. No había nada que salvar, y no podía decirme por qué. Nuestra vida pareció un sueño, y yo la estuve viviendo con los ojos cerrados.

    Al principio, no cambié mi apellido porque no podía soportar el estrés de comenzar de nuevo. No quería que mis nuevos compañeros de trabajo supieran por qué pedí que me transfieran a la oficina de Boston. Me sentía con un oscuro secreto, como si escondiera algo vital sobre mi pasado: que había fracasado en el matrimonio.

    Todavía tenía amigos en Boston, pero mi regreso se sintió más como una derrota que como volver al hogar. Cuando me casé, creí que sería para siempre; en realidad, mi matrimonio duró menos que el de Britney Spears con Kevin Federline.

    A pocos meses de mudarme, una amiga me preguntó cuándo volvería a mi apellido de soltera. Cuando le respondí que no lo haría, se preocupó. “¿No te hace acordar a él?” me preguntó. “Si estuviera en tu lugar, cada vez que lo escuchara sentiría como una bofetada en la cara”. Otra amiga me dijo que a su marido le sorprendió que “quisiera compartir algo con semejante imbécil”. Me pregunté si no tendrían razón; ¿Me estaba aferrando a algo que debería dejar ir? ¿La gente pensaba que conservaba su apellido con la triste esperanza de que él cambiaría de opinión y volvería?

    El saber popular indica que si una mujer cambia de apellido al casarse, debería volver a su apellido de soltera cuando se divorcia. Como si su apellido fuese un traje que se puede sacar y poner según el clima. Lo que nadie entendía es que ya no era solo su apellido; también era el mío.

    Pasaron casi tres años desde que adopté el apellido, y aprendí cómo habitarlo, como esposa y como soltera. Lo que fue una vez una prueba de mi matrimonio, ahora es una manera de reconocer que, aún sin la validación de un marido, todavía tengo valor.

    Antes de que mi esposo me abandonara, solía tener pesadillas en las que él me decía que nunca me amó. Me despertaba asustada, pero ahí estaba él, acostado a mi lado. Apoyaba mi cabeza en su pecho y volvía a dormir, aliviada por su mera presencia.

    Lo curioso de que tu peor pesadilla se convierta en realidad, es que te das cuenta que no es el fin del mundo. Me vi forzada a enfrentar mi miedo, a conocerlo. Y al conocerlo, la pesadilla no fue tan terrible. La vida misma no fue tan terrible.

    Durante el último año, me acostumbré a hacer sola todo lo que hacía en pareja. Fui a bodas, viajé a otros países, salía a la ruta. La soledad a veces duele, pero también es gratificante ser mi propia brújula. Redescubrí la felicidad silenciosa de pasar tiempo a solas, leyendo en mi terraza o dar largas caminatas. Dí una charla en una librería, comencé a salir en citas post-casamiento, hice cursos, me ascendieron, y todo eso sin un anillo en el dedo. Lo que me dio la confianza para moldear mi propia vida no fue el matrimonio; fue darme cuenta de que podía sobrevivir un corazón roto y una pérdida, y fortalecerme por ello.

    Mi esposo y yo pasamos de hablar todos los días durante cinco años al silencio absoluto. Me sacó de su vida con una precisión y rapidez quirúrgica.

    Su apellido es mi cicatriz, la marca que llevo para recordarme que no fui borrada, que no volveré a ser esa chica asustada que creía que nadie iba a amarla.

    Muchas divorciadas vuelven a su apellido de nacimiento porque lo sienten como un símbolo de comenzar desde cero, y es maravilloso. Pero yo no quiero empezar desde cero; no puedo cambiar mi pasado, ni devolverlo. Solo puedo aceptarlo.

    Mantener mi apellido de casada es una manera de decir “Esto sucedió. Yo existo. Y soy mejor gracias a eso”. Quizás algún día lo cambie, pero por ahora, mi apellido es Gallagher.