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    Lo que el abuso me enseñó sobre la masculinidad

    Mi niñez terminó la noche en la que subí a un auto con dos extraños y fui atacado sexualmente. Pasó mucho tiempo hasta que pude sentirme como un hombre de verdad.

    Nunca fui muy bueno en ser un niño: para mí, la niñez estaba repleta de cosas que no me gustaban. Lloraba en las fiestas de otros niños (tenía un problema en mis orejas que hacía que me los ruidos fuertes me duelan) y la mayor parte del tiempo evitaba hacer deportes. Cuando mi hermana me ponía maquillaje, luego volvía a su cuarto a escondidas y me maquillaba por mi cuenta, intentando imitar lo que había hecho ella. Bajo cualquier punto de vista, era un inútil para ser niño.

    Como lo muestran muchas películas, el siguiente paso para un niño es convertirse en hombre. La conversión habitualmente se da en algún paseo de pesca con una figura paterna; alguien explica de qué manera “un hombre necesita proveer” o que “las emociones son para maricas”. Supongo que en mi familia a nadie le gustaba pescar.

    No, la noche en la que dejé de ser un niño fue la noche en la que subí a un auto con dos extraños. Tenía 13 años y fui atacado sexualmente.

    Mi inicio prematuro a la vida “responsable” comenzó la noche en la que fui despojado de todo control. Una noche en la que se me dijo que era inútil e insignificante, ideas con las que conviví durante años, que repetía como un mantra.

    Esa noche, solo le conté lo que sucedió a una amiga; vino a buscarme y me llevó a mi hogar. Sus mejillas estaban llenas de pecas, y brillaron por sus lágrimas durante todo el camino. Al día siguiente fui a su casa, pero no hablamos mucho. No dije una palabra más sobre el tema hasta que tuve 19 años.

    Durante aquellos seis años, me auto convencí de que nunca sería deseado. Era obvio que no era un hombre, sino algo menos que eso, y en la edad de conocer a las niñas, mi conclusión fue que nunca nadie me querría. Es una inseguridad que afectó todas mis relaciones: inconscientemente, nunca pude aceptar el hecho de que yo le pueda caer bien a alguien.

    Esa voz sigue presente aún hoy. Cuando una relación se termina y una novia sigue con su vida, hay un fuego en una parte de mi cabeza, (un fuego que trato de apagar con lógica y raciocinio) que me dice que tiene sentido que hayan encontrado a otro. Que deben haber encontrado a un hombre de verdad.

    No creo que los hombres de verdad existan, pero mi cabeza reaccionaria (mi amígdala) sí lo cree. Ella no sabe qué es ser un hombre de verdad, sólo sabe que yo no lo soy. Soy una víctima que no tiene control; los hombres no lo son.

    A mis 18 años, decidí que sería un hombre de verdad. Luego de una cena navideña con mi mamá y un viejo amigo, encontré una foto mía de ese día que me gustó. Vestía una camisa a cuadros roja, que aún uso, estaba sentado en un restaurante, me veía en calma, atractivo y, de algún modo, masculino. Decidí que esa era la persona que quería ser.

    Para lograrlo, le mentía a la gente y bebía mucho. Viajaba en autobuses a otras ciudades en busca de fiestas. No era amable con las mujeres. Me obsesioné con mi concepto falso de la masculinidad, y me odiaba a mí mismo con desesperación. No podía ser el chico retraído de antes, ya que esa persona era inútil e insignificante; no podía ser el bruto revoltoso porque no era mi forma de ser.

    El verano en que cumplí 19 años, comencé una relación con mi mejor amiga, e inmediatamente se volvió algo serio. Mi lucha por mi identidad era muy tensionante, y luego de un mes de estar juntos, me mudé de Inglaterra a Abu Dhabi, en donde vivía mi mamá. Era el escenario perfecto para una relación complicada. Hablábamos constantemente y peleábamos mucho. Una noche, luego de que ella colgara por Skype, algo en mí se rompió: tipeé lo que me había sucedido cuando niño y envié el mensaje.

    Me gustaría poder decir que compartirlo con alguien se sintió liberador, que salí flotando de la ventana de mi apartamento, henchido por mi propia honestidad, y nunca más toqué el suelo. Lo que sucedió en realidad fueron años de introspección forzada, de reflexionar sobre mi vida. Ante el pedido de mi novia, comencé a ir a terapia en Survivors UK, el único servicio de ayuda en Londres dedicado a sobrevivientes masculinos. Semana tras semana hablaba con un consejero, y cada sesión se convertía en un momento semanal de respiro. Intentaba aprender quién era, desandar años de algo que, para mí, no eran más que un fracaso.

    Luego de un año, decidí intentar terapias grupales. Ahí, pude hablar con otros hombres tan confundidos como yo sobre lo que significaba ser un hombre. Las experiencias ajenas me permitieron comprenderme mejor, y discutir la forma en que nos afectó nuestro pasado. Pude mirar a mi alrededor y pensar, Bueno, estos son hombres de verdad, ¿No es así, cerebro? Hombres reales con dolores reales, pero que me caen bien y con los que me gusta pasar mi tiempo, así que yo también debo ser uno de ellos.

    Empecé a contar lo que me sucedió a mis amigos más cercanos, lo cual creó una red de contención que me salvó la vida y me ayudó en incontables ocasiones. Cuando un viejo amigo vino de visita, decidí contárselo también.

    A pocas noches de su llegada, fuimos a un restaurante Vietnamita en Old Kent Road. Él pidió 15 budweisers para cuatro: mi amigo, mi novia de ese momento, una amiga de mi novia y yo. A medida que la conversación se apagaba, nos obligaba a comprar más bebidas. En un momento ya no pude soportarlo, me enojé y salí corriendo del restaurante. Cuando él salió a la calle, ya estaba por la mitad de la cuadra. En la calle, confundido por el alcohol y las luces de neón titilantes del cartel del restaurante, le conté lo que me sucedió y todo lo que estaba viviendo. Me dijo que lo superara. Me dijo que dejara de ir a terapia, que era la terapia la responsable de todo esto. Me dijo que lo olvidara. Más tarde, acostado junto a mi novia, le dije que nunca había querido morirme tanto como en ese momento. Fue una de las noches más difíciles de mi vida, pero mi grupo de terapia estaba para apoyarme.

    No culpo a mi amigo por su reacción. Creo que toda su vida le dijeron que los hombres no hablan, hacen. No discuten sus problemas, sino que se enfrentan a ellos.

    No sé bien cuándo decidí ser la persona que soy hoy, intentar ignorar las inseguridades ensordecedoras que me acechan, las que aún hoy siguen repitiendo que soy “inútil, insignificante” y solo se detienen para explicar por qué no habrá ninguna mujer que me quiera, que nunca seré un hombre de verdad. Fue algo gradual, pero siempre me mantuve firme en la decisión de no ser definido por los peores aspectos de mi vida. Y más que eso, fue una decisión de no definirme por cosas que nunca elegí. Nunca sé qué tanto adjudicar a un solo evento, si mis luchas mentales son ambientales o genéticas, o qué tipo de persona sería si no hubiera tenido una experiencia con lo peor de lo que puede ser capaz un ser humano.

    Me gusta creer que comprender una lucha completa una vida humana de un modo que no muchas otras cosas pueden hacerlo. Al final (o al menos, al final de este ensayo) no tengo una conclusión. Sé que el mundo tiene esta idea ridícula de lo masculino. Una idea que nos daña a todos, desde los hombres a los que presiona y coerciona hasta las parejas y amigos que sufren de sus consecuencias. Es una idea de poder que sin duda informó a mis atacantes, y me alejó de la contención que podría haber recibido a tiempo. La lección, si acaso existe alguna lección, es que el silencio nunca es poderoso. Hablar, con calma y a menudo, sí lo es.