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    El fin de una larga y extenuante temporada de acoso callejero

    Este último tiempo viví tomando decisiones para intentar evitar la humillación y el peligro de un acoso callejero. ¿Me devuelven mi cerebro?

    Esta mañana, camino al trabajo, un hombre me dijo que mis caderas podrían darle “hijos fuertes y perfectos”.

    “¡Podrían ser atletas!” agregó, mientras doblaba la esquina. Me lo dijo con una sonrisa lasciva y un guiño exagerado, antes de mi primer café del día. Solo tuve la energía para bajar la cabeza y seguir caminando.

    Luego de pasar otro verano ignorando los juicios sobre mi cuerpo que los hombres me hacen en voz alta, estoy exhausta. Mientras las calles se vacían y la temperatura resulta menos propicia para los hombres que dicen cosas a las mujeres en la calle, puedo detenerme por un momento y sentir la extensión de mi cansancio.

    Ya sea por la alegría de la estación, el calentamiento global o algún evento astrológico, este verano experimenté niveles excepcionales de acoso callejero; al mismo tiempo, en conversaciones online el tema se ponía en evidencia. Esto se debió en gran parte a las protestas de quienes lo sufren, las apreciaciones no solicitadas y la violencia asociada que deben soportar en público las mujeres y las personas inconformistas de género se convirtieron en causas de preocupación en todo Estados Unidos. Sin embargo, los cálculos mentales extenuantes que personas como yo hacemos todos los días para evitar, o simplemente sobrevivir, al acoso callejero aún son invisibles.

    No existe un cálculo infalible para estar libre del acoso verbal o físico en un mundo en el que tu cuerpo también se considera un espectáculo. Ya sabemos que la vulnerabilidad de una persona es proporcional a qué tan lejos esté de ser varón y blanco. Ser mujer negra equivale a convertirse en objetivo. Aún así, me canso de hacer ecuaciones apuradas para volverme invisible y, por ende, minimizar el peligro de, simplemente, existir en público.

    25 centímetros de piernas visibles por sobre la rodilla, más cinco centímetros de escote puede que no provoquen un acoso a las dos de la tarde, pero si les saco cuatro horas de sol, la ecuación cambia. ¿Hoy salgo sin dinero para el taxi de vuelta? Quizás necesite ponerme unos jeans. ¿Ves a un extraño dirigiéndose hacia tí e intenta comenzar una conversación? Sonríe lo bastante como para ser amable sin ser atenta, camina rápido pero no tanto como para parecer que estás escapando.

    Cada salida involucra docenas de decisiones rápidas. ¿El vestido corto y holgado o el largo que marca mi figura? ¿El vagón de subterráneo casi vacío o el que está lleno de gente? ¿El camino más corto o el mejor iluminado?

    Son cálculos inconscientes, una guía de supervivencia arraigada en un mundo que culpa a la mujer por ser maltratada. Se espera que sacrifiquemos expresión (en mi caso, un vestido de tiras) en favor de la modestia. Pero no existe un vestido que funcione como el escudo perfecto, ni zapatos que me conviertan en gladiadora. Como puede afirmarlo cualquier mujer que usa un hijab, se acosa a las mujeres sin importar lo que vistamos. Pero el teorema indica que si al menos nos cubrimos de un modo “aceptable”, nadie podrá decir que nos la buscamos.

    Sé que no tengo porqué conformarme con eso. Cumpla o no con los estándares de alguna imaginaria policía de modestia, el acto de tener que elegir como cumplir con sus reglas me harta. Mi mente solo puede hacer cierta cantidad de cálculos diarios antes caer en algo que el psicólogo social Roy F. Baumeister llama “fatiga de decisión”. Procesar cada una de estas ecuaciones inútiles agota mi cerebro poco a poco, y al final del día lo deja en un estado mental que busca atajos todo el tiempo.

    El atajo más frecuente es decir “al diablo, hoy no salgo”. Aunque esa casi nunca es una opción. El segundo atajo más obvio es decir “al diablo, saldré a donde sea, vestida como sea, y diré lo que se me antoje”. Suena liberador, pero al leer las noticias, se siente más bien peligroso.

    Las mujeres no solo imaginan estrategias para evitar la humillación del acoso verbal. Hay hombres que mataron a mujeres porque se rehusaron a darles su número de teléfono, porque no aceptaron su invitación a un baile escolar, por no tener sexo con ellos, y por mucho menos. Sé que no todo el mundo que me cruzo es letal, y no todo lo que me digan en la calle terminará en algo violento. Pero al final de un largo camino a casa, tengo muy poca energía mental para ir adivinando intenciones.

    Una vez le expliqué a un hombre que estaba cansada y que no estaba muy interesada en tener una conversación con él durante un viaje a 35 grados de calor (por lo visto, mis auriculares no fueron suficientes). Su enojo escaló con mayor rapidez de la que pude prepararme.

    “Nadie te quiere igual, puta reventada”, dijo. No era la primera vez que escuchaba esa respuesta a mi (delicado) rechazo, pero cada vez que me sucede, duele.

    En una charla TED, se discute la fatiga de decisión como un obstáculo en el camino hacia una productividad completa. Para mujeres como yo, es parte de mi esfuerzo diario por sobrevivir. Y no importa cuánta atención se dedique al tema del acoso callejero, a los hombres siempre les cuesta creerlo.

    Mis amigos hombres se sorprenden cuando les cuento sobre las situaciones ásperas de mi viaje al trabajo, o de las tensiones que siento durante lo que debería ser un paseo placentero por el parque. Les parece inconcebible que alguien pueda hablar con un extraño con tanta soltura. (Y aparente, no parecen registrar cuando sucede a su alrededor en la calle). Otros, con aires de pragmatismo, me sugieren que “no dejes que te afecte”. Como si pudiera generar un campo de fuerza a voluntad.

    Pero el tiro de gracia de la desestimación es “Yo jamás haría eso”. Seguramente nadie le recuerda a la víctima de un robo que él nunca le robaría su televisión. Lo que realmente están diciendo estos hombres es “Sé que ahora estás dolida y puede que necesites consuelo; pero lo que realmente importa es que quede en claro que yo no soy como esos otros hombres”.

    Es agotador tener que tomar decisiones para mi seguridad todo el día; y es desmoralizante que cuando hablo de esto no me crean. La incredulidad defensiva de estos autodenominados “chicos buenos” invalida todo lo que digo. ¿No creen que otro hombre pueda acosarme? ¿Si él no acosa a las mujeres, por qué se siente implicado? ¿Me está tomando de mentirosa, o cuestiona la autenticidad de mi relato? Es frustrante tener que ser cuestionada todo el tiempo.

    Comprendo por qué a mis amigos puede resultarles difícil comprender los mecanismos del acoso callejero; a mi también me confunde: ¿Por qué hay gente que no respeta los deseos de los extraños? El acoso sexual se basa en roles de género y jerarquías tan arraigados en nuestra cultura, que no espero poder caminar sin que me digan cosas hasta que el gobierno subsidie los tampones o me haga vieja, lo que suceda primero.

    Hasta entonces, para ser un buen hombre (o más bien, un ser humano genuinamente compasivo) se necesita algo más que no acosar a las mujeres. Se necesita escucharnos y creernos, no amontonar tu ignorancia e incredulidad sobre nuestro esfuerzo mental, ya de por sí sobrecargado.

    ¿Quién sabe lo que podría hacer nuestro cerebro con todo ese poder de más?

    Este post fue traducido del inglés por Javier Güelfi.