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    Estados Unidos odia a las mujeres

    Esta elección ratificó cuánto tolera Estados Unidos el racismo, el fanatismo, la xenofobia — y el desprecio abyecto hacia las mujeres.

    La victoria de Trump es una validación del racismo y del fanatismo, una confirmación de que casi la mitad de los estadounidenses prefieren ser gobernados por un hombre que no cree en la igualdad de derechos y, hasta donde sabemos, en el proceso democrático.

    Y por sobre todas estas creencias sobrevuela una dura verdad: el modo en que Donald Trump habló, se comportó y considera a las mujeres refleja la manera en la que la mayoría de los estadounidenses conciben a las mujeres. Pueden decirle "charla de vestuario" o que "es así", o llamarla por lo que es: misoginia. Al elegir a Trump como presidente, la nación ratificó una represalia que comenzó a gestarse de un modo lento pero aterrorizante, justo bajo la superficie del resurgimiento del movimiento feminista reciente.

    Más allá del apoyo a Hillary de Beyoncé, Rihanna, Katy Perry ni Lena Dunham, o los cientos de miles de publicaciones en grupos "secretos" de apoyo a Hillary, (que se parecen cada vez más a un melodrama trágico) se mantiene un hecho subyacente: como nación, la idea de que las mujeres no deberían controlar su propia salud reproductiva, de que los hombres deben conservar la libertad de juzgar, tocar y controlar los cuerpos de las mujeres a voluntad, y que la idea de una mujer en el poder neutraliza cualquier temor a que nos convirtamos en una nación neo-fascista sigue firme.

    Durante el último mes, hablé con cientos de mujeres que apoyan a Trump sobre su trato con las mujeres, y el mensaje siempre fue una variación sobre el mismo tema: No importa.

    Algunas mujeres me dijeron que sus maridos les hablan como Trump — y que ellas creerían que algo está mal si no les hablaran así. Otras sugirieron que Trump puede ser un acosador — pero que, a los 70 años, ya no tendrá la capacidad de actuar sobre sus impulsos. Otras mujeres en sus sesentas me dijeron que ser manoseadas era una manera de sentirse deseadas.

    Las mujeres evangélicas dijeron que les repugnaba — que no era cristiano, no era creyente, y que puede que ni siquiera sea moral — pero que debían votar la plataforma, es decir, contra el aborto. Mujeres bien vestidas de clase alta, residentes de los suburbios, remarcaron que no creían en todo lo que decía pero que amaban a Ivanka, y su presencia y clase las ayudaba a sacarse el mal sabor de boca que les dejaba escuchar a su marido. Más allá de sus explicaciones, había una realidad latente: la falta de respeto de Trump hacia las mujeres — a quienes evidentemente considera su propiedad o decorado — no era importante. O por lo menos, no importaba lo suficiente.

    La falta de respeto de Trump hacia las mujeres - a quienes evidentemente considera su propiedad o decorado - no era importante. 

    Vale aclarar que estas mujeres eran abrumadoramente blancas, abrumadoramente heterosexuales y abrumadoramente de clase media. No formaban parte de los "pobres y trabajadores" que se suele mencionar como simpatizantes típicos de Trump. Son el status quo y, aunque no lo digan, están interesadas fundamentalmente en mantener el status quo que incluye a la supremacía blanca.

    Y el patriarcado es parte de este status quo: la noción de que las mujeres continuarán siendo ciudadanas de segunda clase, sujetas al criterio de los hombres de lo que deberían hacer, tocar y apretar cuando se trata de sus cuerpos — y legislar y castigar cuando se trata de sus acciones. No sugiero que estas mujeres tengan una especie de falsa consciencia — que piensen que están empoderadas, cuando no es así — lo que afirmo es que, fundamentalmente, creen que la falta de poder está bien mientras puedan mantener sus otras fuentes de privilegio (blanco y heterosexual). Tavi Gevinson se refirió duramente a esta porción del electorado como "mujeres blancas que odian más a la gente de color que a tener derechos sobre sus propios cuerpos". Muchas mujeres no reconocen como "odio" a las posturas y políticas explícitas de Trump en cuanto a personas de color y musulmanes, pero no se me ocurre una palabra más apropiada para describir el modo en que los votantes de Trump se expresaron respecto al tratamiento de gente que no es blanca, no es cristiana y no es heterosexual.

    Esta comprensión pre-feminista de la feminidad colisionó y fue exacerbada por la primer candidata mujer a la presidencia como representante de un partido político establecido — una feminista de segunda generación que pasó su carrera pública inflamando incertidumbres sobre la manera en la que debe verse, hablar y actuar una mujer. El odio que se acumuló a su alrededor puede atribuirse a varios factores — la insatisfacción creciente con los políticos de carrera, o enojo ante la realidad del globalismo — pero la causa subyacente, en el fondo, es su género.

    No es que Clinton sea una mujer suave, o estruendosa, sino que es más bien una mujer furtiva: ese fue el detonante del interés que despertó su servidor de emails personal, la investigación de la Fundación Clinton y la sospecha de que ella y Huma Abedin, su confidente, conspiraron para ocultarle al pueblo estadounidense una verdad gigantesca y oscura (aunque incomprobable). Para muchos ese es el mayor terror, aunque sea inconsciente: que las mujeres tomarán, y tomaron, las riendas del poder, las llaves del sistema, el cargo de la presidencia.

    Después de todo, en el centro de toda esta aparente duplicidad aparece la ambición impenitente de Clinton. Es su rasgo definitivo: su consideración de su valor es tan fuerte que en cada punto de su vida y su carrera rechazó dejar que los hombres la definan. Cuando, por ejemplo, su marido se paró en el escenario en la convención nacional democrática y recordó cuando "conoció una chica" en 1971, la historia mostraba una mujer tan decidida y segura de sí misma que el ex presidente, un hombre con ambiciones e intelectos similares, tuvo que encontrar una manera de entrar en su vida, y no a la inversa.

    Los simpatizantes de Hillary vieron esta narrativa como una aclaración de propósito: Sí, dijeron muchos, éste es el tipo de mujer, el tipo de audacia, de ampliación de perspectivas que queremos. Pero ese enfoque parece haber fallado, ya que la insistencia en el intelecto, la ambición, la experiencia y la autovaloración de Clinton solo sirvió para enardecer aún más a sus opositores. En este país, después de todo, estos atributos sólo se valoran cuando pertenecen a hombres.

    La razón del miedo no es el matriarcado. Es más bien la idea de que las mujeres decidan su propio valor, sus propios futuros, su propios términos, en lugar de los términos impuestos por los hombres. En otras palabras que cada género, que cada individuo tenga el poder de determinar su propio destino. Cambiando un poco una frase célebre, se trata de la idea radical de que tanto hombres como mujeres son personas.

    Esa fue la promesa implícita de la candidatura de Hillary, y eso fue lo que los votantes rechazaron rotundamente. La ambivalencia expresada por muchos votantes de Trump oscilaba entre “Simplemente no podía votar por Hillary”, “Soy republicano hecho y derecho”, “Él estará bien asesorado” hasta “Si crió a Ivanka, no puede ser tan malo”. Pero el mensaje se mantiene firme: el temor a una presidenta mujer y todo lo que representa, es lo bastante fuerte como para neutralizar la intolerancia, la xenofobia, el racismo, y la misoginia manifiesta.

    Luego de los resultados de las elecciones, recuerdo un pasaje del libro Sex Object, de Jessica Valenti: “Pienso en todo lo que se espera que experimentemos como mujeres — las miradas lascivas cuando recién comenzamos la pubertad, el acoso, la violencia que sobrevivimos o de la que estamos en alerta constante — y no puedo evitar pensar en qué nos ha convertido”, escribió. “No solo a cómo experimentamos el mundo como mujeres, sino la manera en que nos experimentamos a nosotras mismas. Comencé a preguntarme: ¿Quién sería si no viviera en un mundo que odia a las mujeres?”

    ¿Qué podríamos ser? Quizás las mujeres no iríamos a la universidad, por temor a la inevitabilidad estadística de un abuso sexual. Quizás podríamos dejar de quejarnos de una paga desigual por el mismo trabajo. Y quizás, gradualmente, podríamos dejar de calcular nuestro valor basadas en nuestra habilidad de reprimir nuestros cuerpos para encajar en un ideal de belleza altamente circunscripto. Puede que a quienes somos de color, homosexuales, gordas, discapacitadas, trans o inmigrantes no solo nos digan que somos ciudadanos, sino que también quizás podamos vivir la vida como tales. Si no viviéramos en un mundo que odia a las mujeres, quizás no viviríamos con miedo a que un superior hombre nos acose sexualmente y nos obligue a decidir entre nuestra integridad o nuestra carrera.

    En otras palabras, podríamos experimentar algo parecido a la libertad. Y a partir de ahí, la capacidad de navegar el mundo en una postura que no esté condicionada por el miedo y la duda.

    Pero los Estados Unidos de América decidió que, para que todo eso suceda, vamos a tener que esperar.

    Este artículo fue traducido del inglés por Javier Güelfi.